Para una sociedad como la española, como la nuestra, que ha gozado del sistema democrático, tal y como se entiende en occidente, mucho menos tiempo que otros países europeos de nuestro entorno (léase Francia o Inglaterra), es de una capital importancia, al tiempo que una tarea central para todos, el favorecer la democracia representativa, que disfrutamos desde la caída del franquismo.
Y hay algo que no se nos ha de pasar por alto, en estos tiempos desorientados y convulsos, en los que tantas actitudes tratan de debilitar y de hacer que la democracia zozobre y se vaya a pique: España ha alcanzado cotas inimaginables de todo tipo (sociales, culturales, económicas, de libertades…) durante este período democrático que, afortunadamente, aún sigue vivo, y que tendría que estar más vigoroso, en nuestra sociedad.
Los avances españoles de que gozamos hoy eran inimaginables en los años cincuenta y sesenta de nuestra niñez y primera juventud. Contamos con unos sistemas sanitario y educativo públicos, que, pese a recortes y ataques de sectores interesados siempre en privatizaciones al precio que sea, siguen siendo envidiables y siguen siendo un ejemplo para buena parte del resto del mundo.
Eso sí –y esto tampoco habríamos de olvidarlo–, muchos de los recursos gracias a los que se ha podido levantar nuestro país provienen de nuestra pertenencia a Europa, de las ayudas Europeas. Y pertenecer a Europa es para nosotros muy importante, ya que supone una garantía para nuestra democracia, al tiempo que pertenecer a ese organismo, a ese faro civilizador que es la Comunidad Europea.
Pertenecer a Europa, por tanto, y de hecho pertenecemos a ella por historia y por cultura, es una auténtica garantía. Europa, querámoslo o no, es un talismán de derechos, de libertades, de oportunidades para el desarrollo pleno de los individuos (esa Europa de los ciudadanos, de que se hablara; y no tanto una Europa de los mercados meramente, que nos empequeñece), de garantías de esa antorcha del humanismo pleno, que es la dignidad humana, manifestada plenamente y plenamente protegida.
Pero, desde hace ya tiempo, y esto en un país como el nuestro es algo preocupante, hay no pocos síntomas, provocados por actitudes extremas, que tratan de debilitar la democracia. Algo sobre lo que hemos de tener conciencia y que hemos de saber detener, contrarrestar y evitar.
En lugar del diálogo, de la convivencia, del respeto a las diferencias, algo totalmente lícito en una sociedad civilizada, se está tratando de imponer la vociferación, la irracionalidad, el grito, el ruido y la furia. Necesitamos todos reconducir estas derivas. Y conducirnos por las sendas del diálogo, la negociación, el acuerdo, el entendimiento…, haciendo los esfuerzos que haya que realizar.
Otro síntoma preocupante es ver cómo determinados gobiernos autonómicos están reduciendo e incluso quitando la financiación, recogida en nuestra máxima ley, a los sindicatos y organizaciones patronales. Es una medida que, querámoslo o no, atenta contra uno de los cimientos de la democracia: el derecho de los trabajadores a la sindicación libre, para la defensa de su dignidad laboral.
No se pueden dar pasos antidemocráticos como si no pasara nada. Tales pasos tendrían que impedirlos los propios organismos públicos que velan por el funcionamiento adecuado de la democracia.
Y hay dos problemas, vivos y sin resolver en el presente, que como sociedad hemos que abordar y buscarles vías de solución civilizadas, evitando banderías, patrioterismos y actitudes crispadas.
Nuestro país cuenta, hoy, y tiene sobre el tapete de la acción de la gobernanza, con un problema social y un problema territorial, que hemos de abordar, cogiendo el toro por los cuernos, de modo civilizado, no mediante griteríos y consignas, y realizarlo a través del diálogo y de la negociación: el problema social y el problema territorial.
El problema social se debe, en una no pequeña parte, debido a la imposibilidad, para no pocos sectores de la población, de adquirir o de alquilar una vivienda, dado que los salarios en nuestro país no son para tirar cohetes. Y a este problema hay que darle una solución. La contestación cínica de que estamos en una sociedad de libre mercado no es válida.
Y el problema territorial, que dura ya en nuestro país más de un siglo y cuya punta del iceberg se eleva en determinados momentos históricos, es un problema, que se ha hecho crónico por falta de un interés serio en darle salidas civilizadas, consensuadas y aceptadas por la gran mayoría.
Abordando todos estos problemas, adoptando actitudes civilizadas y de diálogo, respetando los derechos de todos, estaremos en vías de fortalecer nuestra democracia.
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