Si no estoy equivocado, España sigue siendo una nación con mayoría católica, y el cristianismo la religión más extendida en el mundo. Es cierto que entre los seguidores de cada credo existen fieles que son más bien infieles. Somos humanos y tenemos fallos. Existe una masa de ciudadanos adscritos a una religión que no ejercen como tales; son los que se definen como creyentes, pero no practicantes. Luego están los ateos, que pasan de toda religión; y, por último, están los “anti religión”. Curiosamente, en este último grupo abundan los que sólo atacan a la religión católica. Puede que sean ateos, pero más bien quieren alardear de irreverentes. No quieren saber nada de Jesús o María, pero sí les gusta ofenderlos. No estamos hablando de desprecio sino de improperio. Es una de las facetas del nuevo progresismo. Si lo que de verdad los motiva es la llegada del solsticio de invierno, ¡adelante! Lo malo es que deberían celebrar también el de verano y, puestos a progresar, resulta una irreverencia que no celebren también los dos equinoccios.
Como todas las religiones tienen, al menos, una gran fiesta, los católicos también la tenemos. Al igual que la mayoría de protestantes, anglicanos u ortodoxos, celebramos cada año el aniversario de la fecha en que nuestro Dios, por nosotros y por nuestra salvación bajó del Cielo y se hizo hombre.
La Navidad que se nos quiere meter por los sentidos es otra cosa. Los primeros cristianos de Roma comenzaron a celebrar el aniversario de ese “nasci-mento” un 25 de diciembre de hace 2023 años. Dios quiere hacerse el más pequeño para ser comprendido por los sabios, pero también por los pastores. Es con la Navidad como Dios busca esa reconciliación con la que el hombre debe reconocer su frágil humanidad. Lo que celebramos es esa unión de Dios con el hombre. Para ello montamos nuestro belén, reímos y cantamos juntos, porque también fuimos acogidos con alegría al llegar a nuestro particular pesebre.
Por desgracia, estamos adulterando esa Navidad, disfrazándola con excesos y convirtiéndola en un remedo artificial. Aquel enternecedor encuentro de toda la familia alrededor de una mesa para dar gracias a Dios por estar reunidos, tener un recuerdo entrañable con los ausentes y hacer propósito de seguir por el mismo camino, está perdiendo su verdadera esencia.
La Navidad es la fiesta del agradecimiento y la alegría. Creo que fue san Francisco de Sales quien dijo: “Un santo triste, es un triste santo”. El cristiano -y por extensión el resto de ciudadanos- es bueno que estén alegres, que aprovechen las condiciones favorables para saber agradecer -cada cual a su particular Dios- las gracias recibidas, que sepan alegrarse cuando le va bien al prójimo, y quieran ayudarle en las desdichas.
Yo pediría a los que no acaban de comprender lo que es la verdadera fraternidad que celebren también su particular Navidad; que nunca serán penalizados por hacer el bien; que la vida es mucho más dichosa cuando de perdona que cuando se ofende, pero que no son fechas para zaherir al adversario. Jesús también vino al mundo para ayudar y salvar a los que ahora le ofenden. Siempre tiene los brazos abiertos. También para recibir a los que se empeñan en solucionar los problemas con las armas o el insulto y no con la palabra y la razón.
El Dios todopoderoso, dueño y Señor de todas las cosas, no dudó en rebajarse para ser nuestro lazarillo. Nos ha mandado a su Hijo para que podamos salvarnos sabiendo que lo íbamos a crucificar. Olvidémonos de rivalidades; no queramos mezclar la política con la fe de cada cual. Acordémonos hoy, y todos los días del año, de quienes carecen de lo más necesario. Ellos también tienen derecho a una Navidad feliz.
Por eso, desde estas páginas, hoy quiero decir a creyentes y ateos: Paz a los hombres de buena voluntad y ¡¡¡ FELIZ NAVIDAD!!! para todos.
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