Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo Francisco tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo.
Así empieza a contarlo Tomás de Celano en el capítulo XXX de su Vida primera de San Francisco. Era el año 1223. Se cumplen ahora, mañana por la noche, ocho siglos.
Sigue mi seráfico tocayo relatando que vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.
La narración continúa, invito por supuesto a leerla (aquí), pero me quedo con Juan en la víspera, antes de la llegada de Francisco en Nochebuena. Una víspera como la de este sábado ochocientos años más tarde en la que acaso Dios, a través de algún intermediario, también nos está pidiendo que preparemos y dispongamos buey, asno, pesebre y heno.
“Ninguna representación del nacimiento renunciará al buey y al asno”, escribió Benedicto XVI cuando reflexionaba sobre la iconografía cristiana inspirada en las Escrituras. Tergiversado, claro, en lo poco, como también en lo mucho tantas veces, porque la verdad no importa en los tiempos en que se ha dado la espalda a la Verdad. No hay sitio para ella como no lo hubo en la posada. Siguiendo el comentario de Ratzinger a los profetas en La infancia de Jesús, buey y asno, asno y buey, evocan los querubines del arca de la alianza, custodios del misterio de Dios, y también a judíos y gentiles, la humanidad entera porque la alianza nueva abarca a todos. Un buey y un asno del Lacio en el siglo XIII sirvieron a aquel Juan para revivir la noche de Belén, al comienzo de la era cristiana, en noche que los ángeles hicieron única pero en cuyo espejo la Nochebuena franciscana de Greccio quiso mirarse y obtuvo hermoso reflejo. No dudo de que Juan escogería el buey y el asno con mejor apariencia de buey y asno de portal de Belén que pudiera encontrar, el buey que mejor labrara la tierra que más frutos diera a más familias, el asno que mejor condujera hacia las casas más apartadas de los más necesitados.
El aliento de los animales calentaba un pesebre donde habría de reposar no el sustento de las bestias sino el alimento de los hombres, Verbo hecho Carne, hecho Cuerpo, hecho Pan. El pesebre de la gruta legada por San Francisco de Asís se admira hoy bajo un altar. En la trilogía pesebre-cruz-altar se condensa la doctrina: Dios salva a los hombres haciéndose hombre, nace pobre y es adorado como rey en un establo, muere condenado y es titulado rey en un patíbulo, resucita y reina para siempre entregándose en cada eucaristía. Juan buscaría un pesebre, claro, para atender el encargo, pero lo limpiaría con esmero, para que el realismo se acompañara del decoro, la dignidad y la belleza.
Finalmente, el heno, la hierba seca. Cristo, el leño verde, es envuelto en pañales, pero su cuna es heno. Francisco, ataviado con las vestiduras litúrgicas de diácono, proclamó aquella Nochebuena de Greccio el evangelio de la Natividad. Asombrado y conmovido, también asombró y conmovió a su diligente Juan, que en la víspera había hecho acopio de un heno que no imaginaba luego tan milagroso. Hierba seca que se volvió fresca, como fresco es siempre el aroma del Niño Dios cuando somos cuna en la que dejamos que se acueste. Él vence nuestra sequedad, ablanda nuestra dureza, calienta nuestro corazón y nos acaricia en silencio con la poesía de su ternura, como regalándonos una flor que huele a gloria en los versos de Góngora: “Caído se le ha un Clavel / hoy a la Aurora del seno: / ¡qué glorioso que está el heno, / porque ha caído sobre él!”.
En la fotografía, Tomás pone el buey y Elisa el asno en el nacimiento de mi casa.
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