Cruza el tren un paisaje que se libera de la ciudad, del extrarradio cruel, de la puntilla de naves y fábricas, escombreras junto a la vía allá donde vuelven los campos a pasar como solían: sucesión de tierra arada al sol, cubierta de niebla, pespunte de cereal, árbol perdido. Sabemos que estamos próximo a Valladolid porque las copas de los pinos se redondea y une en charla de piñas y sombras densas, los ríos más crecidos que anuncian el norte, ese que maravilla con su caudal de agua, su verde de bosque, su pedregosa ascensión de vías. Tiene el norte promesa de montaña, paisaje de ramas y coníferas, pero baja el trayecto de repente y la piedra se impone, seca e inerte.
Alrededor de una Zaragoza que se extiende en la llanura como las grandes ciudades de la geometría y la elevación mariana en dura contienda con los edificios de la modernidad, hay un desierto de piedra sin vegetación ninguna. Un paisaje desolado de suavidades marrones, piel desnuda y limpia de nada que no sea el viento que acaricia las oquedades. Es un tiempo de vacío y cierzo, pero el tren no se detiene a preguntarse dónde quedó el árbol, y comienza a poblarse el paisaje de pueblos pequeños, de viñedos amables, de altos campanarios enhiestos. Se empecinan las huertas en tirar sus líneas y bancales, las casitas a apretarse haciendo pueblo, la linde que se eleva en forma de cipreses que se juntan como velas verdes haciendo esa barda infranqueable que no se usa en la Castilla de la que partió el tren. Poco a poco la Cataluña laboriosa, de huerto, sembrado, viñedo y actividad industrial, se adueña de todo, lo coloniza, lo transforma. El mar no osa aún aparecer en la línea de la vía de este tren que se mete en Barcelona por la oscuridad de los andenes bajo tierra, donde se aprestan los viajeros a no perder la conexión con esa red de pueblos que se suceden, parada y trasiego de gentes. Más allá estará el mar, el mar que tratan de atisbar las cañas de los ríos ahora secos, las altas estructuras por donde subirán las tomateras a dar su fruto rojo si es que hay lluvia. Tiene una nota de prisa este paisaje, de casas, de paradas, de arcos que se suceden cuando las casas se hacen más grandes, más profundas en un bosque casi francés, el Ampurdán de Pla secreto y recóndito, preparado para el misterio de Dalí, la edad de piedra, la constancia en resguardarse de la modernidad, la belleza más allá de la costa.
Sigue el tren, raudo, desconocedor de la división y el empecinamiento, y cose el paisaje con la cadencia de su marcha, de su puntualidad y su trayecto. Y tras la ventanilla me cabe esta piel de todos, diversa y generosa, cosida con el empeño del anhelo por llegar a donde todo nos es familiar y bello.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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