Estos días si nos pinchan ya no nos sacan sangre. Los españoles hemos llegado al tope de la iniquidad. España está cautiva como pocos de la estulticia del progresismo, se entretiene con un falso separatismo decimonónico, la mentira del antifranquismo, y la demagogia sobre la brecha salarial, entre otros falsos problemas... Mientras campa el desgobierno a todos los niveles y en todo tipo de instituciones públicas y privadas. Por otro lado vemos que la revolución tecnológica avanza a velocidad de vértigo, y la amenaza migratoria interior y exterior se dispara. El pez grande se come al pequeño, y el rápido se come al lento.
Hasta ahora el sentido común parecía que significaba algo que se ajusta a la definición de beneficioso. Tenemos un gobierno que amparado en la ley parece que no gobierna, es lento a más no poder o carece del más mínimo de los sentidos. Es tan lento que parece que tolera hasta que se deja meter. Habría que revisar también el artículo 155 para que se nos explique los límites del grado de tolerancia, si las leyes son o no son, o redactar el 155bis para ver si es menos tolerante.
Se suele tildar de eclecticista a cualquier sistema filosófico o discurso construido sobre tesis o ideas tomadas, directamente, con ninguna o escasa modificación, de otros sistemas ya existentes. El eclecticismo es consecuencia de períodos de escepticismo. Los mensajes eclecticistas, por lo general, son típicos de los nacionalismos o totalitarismos, y postulan la autodefensa altamente coercionada, es decir, el principio propio de escapismo de la sociedad capitalista e industrial. Aunque en nuestro país sería más bien un escapismo sin rumbo. El país de la eterna huída hacía adelante.
Este tipo de discurso acostumbra a ser adoptado por núcleos sociales de reciente ascenso dentro del equilibrio comunitario y, de ahí, tan necesitado de imágenes visuales y comunicativas con que autodefinirse, vehicular sus intereses programáticos, y desplazar con rapidez los así subsistentes del orden precedente. Este mensaje nos pone de manifiesto, una vez más, que la estética no es más que una parcela particular de la ideología, así como el arte su extroversión comunicativa, especialmente, en el terreno de las imágenes y los lacitos tan de moda.
El eclecticismo jamás podrá disimular su componente temporal, al recurrir como fuente básica a lo vigente en un pretérito indefinido o, dicho con otra imagen, al anteayer de la sociedad, limitándose a añadirle un puñado de motivos extraídos de otras inspiraciones, totalmente heterogéneas y descontextualizadas a través de reconversión estética.
Es así, como éste suma y no combina, en su discurso, los mil datos que acaba manejando, a la par que, por otro, enseguida impone la dictadura de eso que determina el buen gusto o el orden, por antonomasia siempre el suyo, es decir, el bueno. Esa misma amalgama de tópicos, a la que se denomina buen gusto, es, no cabe duda, la señal exterior, que indica si alguien pertenece al grupo dirigente o no, o, en su caso simpatiza o desea adherírsele. Se produce, así un proceso de identificaciones bilaterales imparables; cualquier desviación entra automáticamente dentro del desorden y es su ataque al poder, que protege el buen gusto.
El mensaje acaba presentándose, por medio de sus resultantes, como una postura esencialmente represiva, una maniobra intimidatoria de unificación obligatoria, un intento de controlar con mano absolutista la multiplicidad del intelecto: muy propio todo ello, de un ente o discurso con pies de barro, cuyo predominio se basa en un cariz momentáneo, y cuya supervivencia depende de su mantenimiento. Decimos en Castilla que: “de la abundancia del corazón habla la boca, cada palabra que sale de nuestro corazón será juzgada”. Afortunadamente, la incapacidad para el sobresalto, en este país, empieza a constituirse en signo de inteligencia.
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