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El arte de enterrar
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El arte de enterrar

Actualizado 04/12/2023 15:18
Charo Alonso

Nos desarbolamos con cada nombre de la vida cotidiana que desaparece, nombres que pertenecen a nuestro paisaje, nombres que forman la letanía de la falta cuando acabamos el año y celebramos la fiesta de luces en ciudades encendidas como ascuas de absurdo, macerados en música que aturde, brillo que nos ciega. En todo habría que encontrar ese exquisito punto medio en el cual balancearnos, hallar el equilibrio del acróbata de los días, el renglón justo donde situarnos. Pero somos una sociedad de picos y cordilleras, de elevar a los altares y hundir en el fango sin hacer ejercicio de calma y sosiego, sin dejar pasar el tiempo que acaricia las aristas y suaviza los extremos.

Qué bien despedidos aunque hayamos echado al olvido. Qué hermosa la apología, la hagiografía, qué intenso el elogio desmedido. Abrimos los libros de condolencias y escribimos los mensajes que no tuvimos tiempo de llenar en vida, lamentamos el tiempo compartido que siempre fue poco y medido por la prisa y después, regresamos con gran estrépito a nuestra vida cotidiana. Qué solos se quedan los muertos, decía Gustavo Adolfo Bécquer, quien como romántico aún rezagado, mucho sabía de héroes y tumbas, de retórica rimbombante y de callado eco de Heine con lágrimas de rima. Se quedan solos a pesar de estar en rotondas de hombres ilustres, mujeres señaladas. Se quedan solos pese a nuestro amor y nuestra entrega. Y somos nosotros, los de la prisa, la prisa, la prisa por retornar a lo que toca, los que recogemos flores, mensajes, restos del naufragio, papeles de la burocracia de la plusvalía, herencias donde nada queda que importe más que el amor y la falta y nos repetimos el ritornello nada poético del muerto al hoyo y el vivo al bollo, posiblemente enunciado en tiempos de hambre y de velorio alrededor de una mesa llena.

Tenemos talento en este país para las exequias públicas y no hay nada mejor que morirse para elevarse a los altares de las declaraciones de los políticos, las visitas a las capillas ardientes de flores y lágrimas y a la bendita hagiografía que por un momento convierte en épica la vida detenida. Tan épica que uno, leyendo el diario del halago grandilocuente, siente cierta vergüenza ajena. Porque todo es brillo, resplandor, música elevada a la máxima potencia, luces que ciegan. Es el reflejo de un tiempo de fugaz intensidad absurda, de llama que no quema. Y se pregunta uno, de vuelta a sus labores, dónde está la suavidad del equilibrio, la belleza de lo medido, la justa medida de la belleza, la sinceridad y el elogio merecido.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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