, 22 de diciembre de 2024
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“Las amenazas y gritos eran constantes; los golpes y puñetazos llegaron después”
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testimonio de c.s., víctima de violencia de género

“Las amenazas y gritos eran constantes; los golpes y puñetazos llegaron después”

Actualizado 25/11/2023 08:58
María Fuentes

Más de veinte años sufriendo violencia física y verbal del que en su momento era su marido y padre de sus cinco hijos. Ahora, lleva más de 20 años separada de su agresor

Conoce la violencia de género en primera persona. Más de veinte años sufriendo violencia física y verbal del que en su momento era su marido y padre de sus cinco hijos. Una pesadilla, un sufrimiento continuo. El miedo lo conoce de cerca. Ella es C.S salmantina de 77 años. Lleva más de 30 años separada de su agresor, del hombre que asegura más ha querido y a la vez el que más daño le ha hecho. Contradicciones de la vida. Mucho dolor en el camino.

Su historia se remonta al año 1978. Una época gris para las mujeres que vivían este tipo de violencia cuando el miedo a ser juzgadas pesaba para dar el paso de frenar al maltratador. Los malos tratos empezaron en un municipio salmantino, donde residían por el cargo que ocupaba su marido: era Guardia Civil y allí se trasladó a vivir C.S. junto con sus cinco hijos. “Puedo decir que sobreviví a un calvario, fueron años durísimos en los que tenía que compartir mi vida con una persona agresiva que me hacía temblar con sus gritos y sus golpes casi a diario”, recuerda emocionada.

Los celos marcaron toda su relación. “Sus celos eran obsesivos, era una enfermedad. Uno de nuestros hijos es discapacitado. Yo no podía cuidarlo como se merecía en casa, ni tampoco en el colegio del pueblo y en aquel momento nos hablaron del Centro de Educación Especial Reina Sofía que estaba en Salamanca para niños especiales. Yo no dudé en gestionar todo lo necesario para llevar a mi hijo allí, pero ahí empezó muy duramente la violencia psicológica porque yo tenía que desplazarme cada vez que teníamos una reunión de padres, o una tutoría… y no soportaba ver que me venía a Salamanca. Él cada vez que acudía a una de esas reuniones me gritaba y me decía que quería venir solo para mantener relaciones sexuales con los profesores; se negaba a dejarme, pero yo insistí. En una de esas ocasiones, cogí el autobús y me vine a ver a mi hijo. Como había tan malas comunicaciones en el transporte, me tuve que quedar a dormir en Salamanca en casa de mi madre porque acabamos a las nueve de la noche y hasta la mañana no podía volver a casa. Mis hijos estaban atendidos por una vecina, pero él se volvió loco y llamó de madrugada a casa de mi madre exigiéndole a gritos que me pusiera para confirmar que estaba durmiendo allí. Fue tal la desesperación de mi madre que me dio el dinero para cogerme un taxi y que no esperara a la mañana por miedo a sus represalias. A mitad de camino, me crucé con él. Venía en el taxi del pueblo con los cuatro niños, se los quería llevar a Madrid porque decía que los había abandonado y que me estaba acostando con señores. Esas fueron las frases literalmente. La tensión que viví ese día fue algo horrible”, asegura.

A partir de ahí, su enfermedad con los celos fue a más. “Pasó tiempo sin que yo saliera del pueblo para evitar esos episodios, y tuve que dejar mucho tiempo de ver a mi hijo, hasta que me planté. Precisamente, el primer día que sufrí malos tratos físicos fue por otra de esas reuniones en el colegio. Dije que tenía que venirme a Salamanca, y me dio un puñetazo terrible en la cara. Se puso de frente y me dijo que, si era tan valiente ahora, que me viniera con un ojo morado, obviamente no vine. Él ganó”.

Adicción al alcohol y mucha agresividad

“Las amenazas y gritos eran constantes; los golpes y puñetazos llegaron después” | Imagen 1

A sus celos se añade que él se convirtió en un adicto al alcohol. Salía cada noche con compañeros solteros a whiskerías a beber. Era su rutina. Llegar a casa bebido hacía que su agresividad aumentara, hasta el punto de que una de sus propias hijas tenía que dormir con ella para frenarlo cuando llegara. “Mi hija descubrió que si entrelazaba sus piernas conmigo y cuando su padre llegaba y estaba ella así, muchas veces se iba a dormir a su habitación y no me golpeaba ni me insultaba. Era nuestra forma de frenarlo. Todos han sido testigos de esta violencia. Cuántas noches y días recuerdo verme rodeada de ellos temblando todos cuando gritaba y cuando venía alcoholizado…”.

En medio de esta dura convivencia, C.S. se informó de que había posibilidad de que él fuera trasladado a Salamanca y con él, todos ellos para empezar una nueva vida al menos cerca de su otro hijo, de su madre y de sus familiares. En el pueblo estaba sola y le resultaba más duro salir de ese infierno. Tras muchos trámites, lograron que él fuera trasladado a un pueblo cercano a Salamanca, pero la violencia no cesó. “Él era alcohólico, me vigilaba, me seguía, no se fiaba de nada, me perseguía por la calle cada vez que yo acudía a la parroquia, o a comprar… era insoportable. Cuando volvía a casa llegaban los insultos y las vejaciones, insultaba a mis hijos, los humillaba… me hacía temblar cada vez que lo oía entrar en casa. Cada vez que sospechaba que había mirado o hablado con alguien ya pensaba que quería acostarme con ellos, fuera quien fuera; cualquiera en la calle, en la tienda, en la iglesia, en el colegio... Cada vez que salía de casa enfadado y bebía al volver había amenazas, vejaciones y gritos; en ocasiones también golpes y puñetazos”.

Además de todo eso, empezó a ser agresivo con sus hijos varones, sobre todo con el que tiene discapacidad, verbal y físicamente en alguna ocasión. “Yo siempre me ponía por medio para que al menos ellos no recibieran golpes. En una ocasión les rapó el pelo al cero, a la fuerza, les sentó en un taburete y les recuerdo llorando, resignados, sin entender por qué. Recibieron muchas burlas después por parte de otros niños, y eso fue lo que a mí ya me estaba destrozando”, añade.

Esos niños crecieron y fueron los que acabaron plantando cara a su padre y a la vez, los que convencieron a su madre para que diera el paso de separarse y huir todos de esa violencia. Ella nunca se atrevía a denunciar. Callaba en silencio. Reconoce que le costó mucho dar ese paso porque “económicamente dependía de él” y “siempre me aterraba el pensar cómo iba a mantenerlos”. “Cuando mis hijos ya eran adolescentes siempre me decían que diera el paso, que eso no era amor, y fue ahí cuando ya empecé a planteármelo, aunque fíjate me dolía que mis hijos no querían ni llamarlo como su padre, cuando me manifestaban que no tenían ningún cariño hacia él. Ellos solo sentían asco y repugnancia, yo sin embargo aun con todo le seguía queriendo, lo confieso, pero ya me armé de valor para decirme que eso se había acabado y que había que salir de allí”, confiesa.

El primer paso a una nueva vida

“Las amenazas y gritos eran constantes; los golpes y puñetazos llegaron después” | Imagen 2

Acudió a los servicios sociales que en ese momento ofrecía el Ayuntamiento de Salamanca, y ahí fueron quienes el equipo de psicólogas, educadoras sociales y abogadas le fueron marcando los pasos para salir de esa situación. “Desde la Asociación me ayudaron a redactar una carta en la que se le reclamaba su presencia para que acudiese a esas instalaciones y tratar la separación. Aun recuerdo el miedo que sentimos en casa cuando sabíamos que esa carta estaba en el buzón y que al llegar de trabajar entraría en casa con el documento. Entró, la leyó, y empezó a insultarme y a gritar. Tiró la comida a la pared y dijo que él no iba a acudir a ningún lado, que la loca era yo y a la que tenían que tratarme era a mí”.

La situación tan insostenible hizo que tanto C.S. como sus hijos tuvieran que salir una tarde a una casa de acogida pues, después de una discusión, fue a la habitación y le oyeron manipular y cargar la pistola. En la casa de acogida estuvieron viviendo unos tres meses, desde mayo a julio del año 1994. Esos meses no sufrieron violencia porque no sabía dónde estaban, pero al salir de allí, volvió el maltrato psicológico hacia ella y hacia sus hijos y empezó él a denunciarles por cualquier cosa hasta que un juez se cansó y le dijo que claramente eran muchas denuncias, todas falsas pues nunca podía demostrarlas y que claramente era una forma de seguir maltratándola. También hubo denuncias porque decía que ella “pertenecía a una secta” y “había empujado a seguir a los hijos”.

El día que se celebró el juicio C.S. acudió arropada por todos sus hijos y con más de 12 testigos que habían vivido con ella el calvario, y ante eso, él los vio y huyó. No quiso dar la cara. Ahí empezó el fin de su relación hasta que firmaron la separación, y empezó realmente esa nueva vida que tanto merecía.

Ese paso de C.S. supuso que sus hijos perdieran totalmente el contacto con su padre, por supuesto, pero también el de toda la familia paterna. Ese día que el divorcio se hizo oficial mis hijos dejaron de tener tíos y abuelos, lo apoyaron a él pesar de que eran conscientes de lo que habíamos vivido. De todos modos, él tenía una doble cara; muy buena persona de cara a la gente de fuera, cualquiera opinaba que era el mejor padre y marido, siempre con buena cara y buenas palabras, frente a su actitud en casa. Sus propios compañeros y los superiores del cuerpo de la guardia civil nos frenaron cuando quisimos denunciar, porque decían que era ‘hijo del cuerpo’ y había que protegerlo… fue muy duro todo, pero logré salir de ahí y que mis hijos también al menos fueran felices”, explica.

A partir de ahí, lejos de él, su vida dio un cambio radical. “Empecé a vivir”, relata. “La meditación me ayudó a estar más serena, viajaba con amigas, dejé de vivir sin tener que buscarle de reojo cada vez que le dirigía la palabra o la mirada a alguien, a no tener que dar explicaciones absurdas… Empecé a estar tranquila sin reacciones violentas, a vivir sin golpes… empecé a pensar en mí, logré hacer lo que me apetecía y lo que me gustaba, en definitiva, aprendí a vivir como lo hago ahora libre, de pensar, de querer y de disfrutar”.

Hoy ya puede sonreír con todo esto superado, por eso pide a mujeres que están en una situación similar que den el paso adelante para salir de eso, que denuncien ante la primera agresión, y que no permitan que nadie les humille. “Yo sé que es muy difícil denunciar y huir, y más si hay hijos, pero por ellos y por ellas mismas tienen que salir de esa situación”. En mi casa fueron mis hijos los que me dieron la fuerza para separarme, pero tuve que esperar a que fueran adolescentes para darme cuenta, y ese fue mi error. Ante la primera agresión y el primer insulto, hay que dar el paso y huir de ahí, siempre hay salida”, concluye.