“…razonando y sin agresividad”, es el título completo de este artículo.
Sería el título de una escena de la vida cotidiana que desearía haber presenciado o vivido alguna vez en mi vida. Pero no he tenido esa suerte. Si algún lector la ha vivido o presenciado alguna vez en su vida, debe saber que ha sido un afortunado, pues ha conocido una ocasión en la que el ser humano ha mostrado cómo la razón puede presidir la vida social, sin ahogar al mismo tiempo los afectos, la libertad, el placer de la comunicación y de la espontaneidad.
Durante muchos siglos la Humanidad ha caminado hacia el objetivo de que la vida social la presida la razón, acompañada de los afectos, de lo irracional que inevitablemente portamos, de nuestra individualidad, de nuestros temores y deseos. En el siglo XVIII, la Ilustración fue el movimiento más explícito en el deseo de que la capacidad de razonamiento del ser humano, adquirida después de quizás millones de años, a través del lenguaje, organizara la vida de nuestra especie.
Pero estamos muy lejos de ese objetivo: cada guerra entre naciones o grupos, cada pelea física entre dos seres humanos que pueden hablar pero no dialogar, constata la complejidad de nuestra naturaleza y el largo tiempo que necesitamos los humanos para configurar los cambios decisivos en la evolución.
Un descubrimiento esencial para comprender esta dificilísima meta de que la razón tenga una función central en nuestra convivencia, fue el descubrimiento del inconsciente que S. Freud hizo a principios del siglo pasado. El psicoanálisis actual sigue explorando cómo el lenguaje organiza y da cuenta de lo consciente e inconsciente de nuestra especie, en ese territorio de conductas que van desde el polo de la conducta de matar y destruir al polo de la creación y construcción de experiencias comunes y placenteras.
La mayoría de las naciones y de los grupos han experimentado guerras o conflictos internos que de repente han sepultado todo lo adquirido a lo largo de los años anteriores. En los grupos pequeños ocurre algo similar: de repente un individuo o subgrupo se siente diferente al resto en algún interés o característica, y comienza a configurar al resto de los miembros del grupo como enemigos. Comienza a calificarlos de malos y a los del propio grupo de buenos. Se instala la agresividad.
Este fenómeno ocurre más intensamente cuando algún asunto político es el punto de enfrentamiento. De repente, en ese grupo ocurre como si desaparecieran todas las afinidades que unían a los individuos y solo existieran las diferencias en ese tema.
Esta fragilidad que aparece en los vínculos grupales cuando se discrepa políticamente, nos hace ver que el terreno de la política está la mayoría de las veces conectado con el mundo emocional del individuo con tanta intensidad que todos los componentes de la racionalidad quedan desconectados, a favor de la expresión de lo puramente emocional.
Ese es el motivo de que casi es imposible tener un diálogo sobre asuntos políticos ((asuntos de poder) sin poder evitar que la historia individual de cada uno sea el único factor que sostenga soterradamente cada opinión política.
Pues cada historia individual es única e irrepetible.
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