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La piel de Kim
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La piel de Kim

Actualizado 03/11/2023 08:00
Mercedes Sánchez

Quién iba a decir a Kim, que estaba jugando feliz con sus primos en las calles de su aldea, que, de repente, su piel iba a empezar a arder, y que saldría huyendo por el terror que sentían sus ojos, por la barbarie vivida en un solo instante, por el inmenso dolor de su espalda.

En aquella carretera cercana, un periodista de guerra, Nick Ut, acababa de fotografiar un avión soltando dos bombas sobre el pueblo y acto seguido otro que lanzó cuatro más. Le sorprendió ver las nubes que produjeron al estallar: primero de humo rojo, que se volvió negro, y terminó siendo blanco. Entonces supo, sin dudar, que aquello era napalm, una sustancia viscosa que al explosionar se adhiere a todo aquello que toca y lo hace arder, llegando a cerca de mil grados centígrados.

Los mismos niños que unos segundos antes disfrutaban de su niñez, ahora corrían aterrorizados, ella con los brazos separados, gritando: “¡¡me abraso!!”, “¡¡me abraso!!”.

Al llegar a la altura en la que estaban los periodistas y unos soldados, éstos, al verla completamente desnuda y con el cuerpo quemado, empezaron a echarle agua de sus cantimploras con el fin de aliviarla sin saber que el napalm que tenía adherido, al contacto con el oxígeno alcanza aún mayor temperatura. Fue Nick, que estaba captando con su cámara aquellas escenas, quien la cogió cubriendo su cuerpo y la transportó hasta un hospital cercano insistiendo hasta que la atendieron.

Aquel gesto tan humano salvó la vida de la niña, y la foto del grupo de niños gritando, tomada segundos antes, acabó dando la vuelta al mundo, llegando a lograr diversos premios, incluido el prestigioso Pulitzer.

Aquella guerra, en Vietnam, que duró 20 años, fue dejando profunda conmoción en muchos países cuya sociedad se había estado manifestando ante el horror de aquellas imágenes y sus consecuencias. A veces una instantánea de tal crudeza puede transmitir infinitamente más sobre la capacidad de la barbarie y, seguramente, lograr muchísimo más eco, que ninguna otra cosa.

El cerebro es capaz de crear las mejores soluciones para mejorar la salud, beneficiar a la humanidad, el progreso y la ciencia, el arte y la investigación, llenando la vida de futuro. Pero también de lo peor… de todas las atrocidades impensables.

Desde que el mundo es mundo, la deshumanización ha generado conflictos bélicos, excusándose siempre en algún motivo: la conquista, el imperio, la gloria, la religión, la patria, y otros conceptos que, mal entendidos, han servido como justificación para todo aquello que una mente humana, con principios, valores, respeto profundo al otro ser humano, nunca puede comprender.

En las guerras, en todas, jamás hay vencedores ni vencidos: sólo hay pérdidas. Unos, del trozo de terreno disputado; otros, de la dignidad, por la forma de conseguirlo. Quienes ganan siempre son los mismos, y están a miles de kilómetros, son los no visibles, los que mueven los hilos desde lejos y sólo quieren que las situaciones indeseadas se prolonguen indefinidamente para alimentar la industria de las armas, leña sobre el fuego.

Las guerras, todas, dejan cicatrices. Huellas imborrables, contadas o no, fotografiadas o no, de todo el terror que generan, sembrando los lugares de muerte y destrucción, grabando en los cuerpos el horror, miembros amputados, lesiones permanentes, daños irreparables.

Las guerras, todas, dejan secuelas en el alma, casi siempre persistentes, por la desolación vivida, el terror, la soledad, las violaciones de todos los derechos, la violencia extrema sufrida o vista, las pérdidas irreparables, las monstruosidades que antes, nadie, hubiera podido imaginar.

Kim, aquella niña, tuvo que permanecer ingresada durante un año. Sufrió a lo largo de su vida 17 intervenciones quirúrgicas para abordar algunos de los problemas originados por los efectos de las bombas en su piel, así como diversos tratamientos, no exentos de dolor. Perdió familiares, y su infancia, ya irrecuperable. Rehízo su vida, creó su propia familia, y el día que tuvo por primera vez en sus brazos a un ser humano nacido de su vientre, reflexionó seriamente que no podía seguir perdiendo su tiempo sumergiéndose en la inquina a todo aquello que le había pasado. Que la generación que la sucedía no debería cargar con aquella herida sangrante del horror vivido.

El odio y el rencor son incompatibles con la vida, la única opción para poder vivir es el perdón, se dijo.

Con esa firme idea, logró que las cicatrices permanezcan tan sólo en su piel, liberando su corazón, por fin, para poder enfocarse en otros objetivos. Y decidió dedicarse a ayudar a niños que son víctimas de guerra.

Actualmente es Embajadora de Buena Voluntad de Naciones Unidas.

Ningún niño, en ningún lugar del mundo, debería sufrir ningún tipo de agresión.

Ningún ser humano, en ningún lugar del mundo, debería ser sometido a tanto horror innecesario.

Mercedes Sánchez

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