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Bienaventurados
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Bienaventurados

Actualizado 01/11/2023 11:26
Juan Antonio Mateos Pérez

Por el Espíritu hemos renacido como santos (Tito, 3,5)

PABLO DE TARSO

Él mismo nos hizo santos, pero es necesario que permanezcamos santos. Santo es quien participa de la fe, inmaculado quien persigue una vida sin tacha

JUAN CRISÓSTOMO

Solo lo que hace bueno al hombre puede hacerlo feliz

SAN AGUSTÍN

Las bienaventuranzas son el mejor camino cristiano para llegar a la felicidad, son la quintaesencia de la vida cristiana y el camino de la santidad. Ellas nos transmiten alegría y optimismo. En esta Solemnidad de los Santos recordamos que sólo Dios es Bienaventurado y Santo, pero que por su amor y misericordia ha transformado la vida de muchas mujeres y hombres en todos los rincones de la tierra, brotando una nueva forma de vivir en base a los valores del reino: el amor, la justicia, la solidaridad, la paz y la misericordia. Todos esos santos, pasados y presentes, en el día de hoy nos ayudan a preguntarnos si tenemos la vida bien planteada, si realmente estamos en la senda de la búsqueda de la felicidad.

La felicidad que propone Jesús es un bien gratuito que proviene de Dios. Las bienaventuranzas nos anuncian que se puede ser feliz ahora, en esta realidad mundana y limitada. Nos apuntan que la felicidad no es algo que el hombre realiza o fabrica, es un auténtico regalo de Dios. Esa felicidad la generan los pobres, los pacíficos, los limpios de corazón o los que trabajan por la paz, acontece en ellos porque tienen a Dios como centro de su vida y son saciados por él. Cada persona deberá descubrir a través de Jesús, que esa actitud concreta de pobreza, de amor misericordioso, de hambre de justicia, de limpieza de corazón, le abre a la verdadera felicidad que procede de Dios.

Si en el día de hoy recordamos a todos los Santos no es sólo para mirar el pasado, también para vivir y orar en comunión con todos nuestros seres queridos y que nos han antecedido “la gran multitud que nadie podía contar” (Ap. 7, 9). Son los santos en el cielo y, al mismo tiempo, se recuerda que todos los bautizados están llamados a la plenitud del amor y la santidad. Hoy celebramos a todos, no sólo aquellos que sabemos su nombre por el Martirologio y propuestos como modelo de vida cristiana, sino principalmente a los que no están en la lista, personas como nosotros, con dificultades y tentaciones, con trabajo y esperanzas que han seguido a Jesús y han vivido su buena noticia, los valores del reino. Todos esos santos caminaron por el mundo con el corazón dirigido a Dios y al prójimo, irradiando paz, bondad y misericordia por todos los poros de su existencia. Todos ellos, conocidos y desconocidos, lejanos y cercanos, también muchos de ellos, familiares nuestros.

La llamada a la santidad nos sigue llegando a los cristianos en este mundo de hoy, agobiado por la crisis, las guerras, el hambre, la crisis de la Iglesia y de sus estructuras, del propio clero y su credibilidad. Una santidad que debe ser muy humana, social, política, solidaria. Dios nos quiere y nos propone ser santos: “ser santos como santo es el Padre celestial” (Mt 5,48). No es una empresa personal y una lista de méritos y bondades, es una relación que establecemos con Dios dejando que él nos guíe y sea el que actúa en nuestros actos, en nuestra vida. Nos está llamando no sólo a mirar al cielo sino a enriquecer a la humanidad, como modelos vivientes y cercanos. Cada persona puede ser santo, viviendo el amor y dando testimonio con humildad en la cotidianidad de su existencia.

Muy unida a la celebración de los Santos, está la Conmemoración de todos los fieles difuntos, mañana 2 de noviembre. Es una celebración que viene de lejos. Los primeros cristianos veneraban a sus difuntos de forma piadosa, ya que los cuerpos pertenecen a Dios y un día han de resucitar. Tan pronto como un cristiano había exhalado el último aliento, sus parientes más cercanos, le cerraban los ojos y la boca con sus propias manos y después se lavaba el cuerpo.

Ayer, como hoy, la muerte provoca angustia y fracaso, tarde o temprano toda persona está destinada a enfrentarse al impacto del final de la vida. Lo hemos anticipado acompañando a nuestros padres en ese tránsito y sabiendo que detrás del dolor de la pérdida, siguen con nosotros en esa comunión desde otra realidad. Creemos por la fe que la muerte no es el final de la existencia humana, sino la puerta para una vida nueva en plenitud junto a Dios. El final no es el límite último, es una manera de asumir mi propio ser.

La muerte es asumida desde que somos, es un modo de ser y así en su realización nos abre a la totalidad y nos anticipa el “todavía no”. Orar y pensar la muerte nos abre al sentido de la existencia y así, compartir la alegría con los que no están, ya que nuestro anhelo va más allá, transciende el mundo. Nuestros difuntos no están muertos, ellos viven en la plenitud de Dios, que lo llena todo. La muerte desde la hondura de la fe, la miramos desde la esperanza.

No podemos hablar de la muerte, sin hablar por lo tanto de la esperanza, un sentimiento muy humano, que no sólo opera en la esencia y la libertad, sino también en la relación hombre-mundo. Un mundo que se nos presenta abierto y no determinado, como un proceso, como una tendencia hacia algo inacabado e incompleto. Una esperanza en el Misterio último, que no está encima o dentro de nosotros, va y ha ido delante con su propia muerte y esperanza. Esperanza de Dios que sale a nuestro encuentro en sus promesas de futuro, un Dios que tiene el futuro como carácter constitutivo.

Morir para un creyente, no es una separación del cuerpo y el alma, sino una transformación del ser humano en su totalidad. Es entrar en una nueva existencia, es la realización absoluta de la vida, la plenitud definitiva de la realidad humana, la felicidad completa que conlleva el estar junto a Dios y la consumación definitiva de la creación. Es en la muerte donde nos desposeemos de lo caduco y tiene lugar la interiorización total de la existencia, completando su realidad más profunda, desvelando el misterio y alcanzando lo Absoluto.

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