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De cercanías y de instantes
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LA PROVINCIA DEL ALMA

De cercanías y de instantes

Actualizado 01/11/2023 19:41
José Luis Puerto

Al tiempo que marcada por su apego a lo cercano y a determinados instantes vividos, que constituyen muchas veces su punto de partida, la poesía de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) tiene un claro sesgo metafísico y moral, pues trasciende los motivos inmediatos de los que parte en su decir, para llevarnos, a partir de un mecanismo contemplativo y meditativo, a una revelación que tiene mucho que ver con universales, marcados por una belleza impregnada de humanismo.

Es lo que ocurre en su última entrega poética, Estancia de la plenitud (Pre-Textos, La Cruz del Sur, 1852, Valencia, 2023), un conjunto de treinta y un poemas o cantos, sin título, que puede ser entendido también como un canto unitario en diversas estancias, donde el autor desarrolla líricamente lo que al inicio indicamos.

Nos atreveríamos a afirmar que nos encontramos ante una estética y una ética de la aceptación, de asumir lo vivido (el ser, el amor, el cosmos, el mundo, la naturaleza, los seres, las criaturas…) como un don que, si sabemos percibirlo, sentirlo, captar su sentido…, nos afirma y nos lleva a esa plenitud a la que el título alude.

El autor nos advierte, a través de una cita inicial de Giorgio Agamben relativa a poetas del siglo XIII, cómo el núcleo esencial de la poesía es ser estancia o morada, que, al tiempo que custodia la forma, es expresión amorosa.

Hay, en esta poesía de Fermín Herero, a través de los asuntos que aborda, una actitud que tiene que ver con la simpatía virgiliana (implicación emotiva y anímica del poeta ante lo cantado); actitud que se mantiene ante el sueño de esos instantes que, en un momento, se gozaron como plenitud (sobre le el poeta nos avisa, sirviéndose de una cita de Friedrich Hölderlin).

Percibimos, al leer estos cantos, una ética y estética de la entrega, del despojamiento, de la sobriedad; una suerte de ascesis, pero diríamos que hasta gozosa, pese al pudor con el que se expresa, que marca tanto el modo de ser, como el estar en el mundo, y que alcanza hasta ese modo de decir, marcado por la concisión, la precisión, la enunciación encabalgada, como si el poeta quisiera que percibiéramos el ritmo de otra música.

Aparece, en algún momento, una suerte de programa, de itinerario, que se nos va enunciando mediante infinitivos cargados de una enorme significación: “reconocer”, “Gozar al despojarse”, “tener al desprenderse”, “aceptar”, “acoger”, “darse”, “Llevar al otro siempre”, “no adueñarse ni obligar”… Todo un programa moral. Actitudes todas ellas que nos conducirían al “Amor”, como también al “desapego”. Estaríamos, así, ante una poética, ante un cántico de la aceptación, entonado siempre –según palabras del propio poeta– desde “la gratitud / del corazón”. Y de una cierta negatividad (“Sólo el que dice “no” se salva / del que adula y de sí mismo”).

La perspectiva del amor nos la encontramos, por ejemplo, en ese poema sobrecogedor que comienza “Estoy amanecido de tu cuerpo” y que lleva al poeta a una certeza (“De sobra sé que cuanto / pude esperar lo tuve, si no más.”)

Sin embargo, a la hora de contemplar y meditar, el poeta, como ya les ocurriera a los místicos y, en particular, a Juan de Yepes, por ejemplo, desconfía de los sentidos, tal y como nos afirma: “Y eso / que cada vez entiendo menos, / veo y no veo, miro sin mirar.”

Hay, a lo largo de todo este canto, un mecanismo de correspondencias, que tendrían, si queremos, un sustrato simbólico. Y tal mecanismo consiste en poner en relación lo contemplado con una enorme variedad de estados anímicos que provocan en el poeta.

La tierra, las aves (toda esa variedad de las que enumera; así, “la oración de los tordos”, por ejemplo), las estaciones (el otoño e invierno como más recurrentes), los fenómenos atmosféricos (la nieve, la helada, el viento, la lluvia…), los distintos momentos del día, las plantas, el bosque, determinados lugares, las ascuas, las brasas, la luz… Todo lo contemplado se va asociando y trascendiendo mediante toda una escala de estados anímicos como, por ejemplo, la alegría, la gratitud, el silencio, la soledad, el entusiasmo, el asombro, el fervor, el gozo…, pero también la tristeza, la nostalgia (apenas), el desamparo…

(Abramos un paréntesis: El desamparo está presente también. Cifrado, por ejemplo, en las figuras de dos escritores: José Antonio Gabriel y Galán, “en la primera entrada de su diario, / después de conocer su sentencia / de muerte”: “La vida es dura y bella”… O el inocente Robert Walser (“il miglior paseante”), del que ni siquiera “se ven sus huellas en la nieve”…).

Y es que el poeta se sirve de este mecanismo de hacer surgir lo psíquico a partir de lo físico, así como de vincular ambos elementos, diríamos que de modo simbólico, para revelar e iluminar el mundo de lo contemplado.

Esta contemplación, este decir, lleva al poeta a la comprensión (“No debo / retorcer el sentido sino templar / mi entendimiento.”). Al tiempo que tiene un resultado apaciguador para él y para quienes leemos sus versos (“De mucho amor la brisa se atempera, / me serena. La tarde me equilibra.”)

El efecto final, por encima de todas las sugestiones que la lectura de Estancia de la plenitud nos provoca (algunas de las cuales hemos querido plasmar), es que estamos ante un canto que expresa lo que podríamos llamar, recurriendo a parámetros de la mística, una ‘vía unitiva’. Y la expresión lírica, en este tiempo tan desconcertante que nos toca vivir, de que tal ‘vía unitiva’ sigue siendo posible. De ahí que el poeta adopte la perspectiva amorosa ante los seres, las criaturas y el mundo.

Decía Susan Sontag que cada momento histórico ha de concretar y definir qué entiende por espiritualidad. Aquí tenemos una propuesta de ello, a través de un conseguido canto lírico.

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