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Mors mortem superavit
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Calle de la Fe s/n

Mors mortem superavit

Actualizado 27/10/2023 08:54
Tomás González Blázquez

Cuando a las tres vuelvan a ser las dos los pasillos de los bazares estarán copados por flores de las que no se secan, esperando el momento de volver a la acera primero para quizá terminar sobre una lápida después, y tarde o temprano en un contenedor. Los obradores estarán listos para cocinar más buñuelos de los que ayudan a combatir los días de viento y más huesos de los que en vez de médula atesoran santa yema. Los bares, los colegios, las tiendas de cualquier clase y los más insospechados lugares estarán decorados con telarañas de las que no dan asco sino miedo y con calabazas de las que no tienen pipas sino luces. Cuando a las tres sean las dos, un año más sabremos que pronto será Noche de Difuntos, o algo así, y que seguimos sin saber nuestro día ni nuestra hora.

Esta columna, Calle de la Fe s/n, nació justamente un Día de Difuntos hace una década: 2 de noviembre de 2013. Desde que acepté la amable invitación de Juan Carlos López Pinto, con la de hoy son cuatrocientas cuarenta y nueve (¡449!) las veces que he invitado a pasar por una calle sin puertas, entre Libreros y Francisco de Vitoria, antes Estafeta. La primera fue Calabazas a Jálogüin. Al repasar el listado y haciendo memoria, compruebo que la muerte, desde la certeza de la tristeza y la esperanza cristiana de la inmortalidad, es tema recurrente en mis columnas y aún más clásica en las de estas alturas del año. Un tema sin disfraz. Siempre actual. Siempre complejo. Y para mí siempre cercano.

Ya pensaba traerlo también hoy cuando he sabido de la muerte de Caridad. Era la C de Sus manos violáceas. Hasta donde fui capaz se las seguí tomando, y era precisamente de esa manera de tomarlas, no para vencer a la muerte sino para que la persona atraviese con toda la paz posible esa verdad de su vida, que algunos no creemos la última palabra, de lo que se trataba en el curso de formación sobre atención paliativa al que he asistido esta semana. Nuria, María José y Melda, a partir de sus conocimientos como médica, enfermera y psicóloga respectivamente, pero sobre todo fundadas en su trabajo diario, en su experiencia personal, nos han brindado unas tardes bien provechosas. Venía de otra formación igualmente enriquecedora la semana anterior, intensiva y muy práctica, en ese caso dedicada al soporte vital avanzado y la reanimación cardiopulmonar, que agradezco a mis compañeros Irene, Alexia, Luz, Ana, Silvia, Ainhoa, Cembe, Marcial y David.

Los cuidados paliativos y el tratamiento de una urgencia tan vital como la parada cardiorrespiratoria o los cuadros clínicos que pueden llegar a desencadenarla son dos orillas de un mismo río en el que navegamos los médicos de atención primaria. Antes de detectar la información fundamental que arrojen la mirada de un enfermo o el trazo de un electrocardiograma con sus ojos cerrados, antes de saber o calcular qué dosis de fármaco administrar en el momento indicado, la relación cotidiana y próxima con la muerte ya ha puesto sus reglas para un combate que no es tal, pues los mortales no vencemos a la muerte que ya fue en un árbol vencida.

Entre mis apuntes de estas semanas leo una cita de Maimónides, “Ojalá no vea nunca en mi paciente otra cosa que un semejante que sufre”, y otra de Longaker, “Más de lo que hacemos o decimos, lo que ayuda a una persona que sufre es lo que somos”. En ellas me apoyo para atisbar un discernimiento entre muerte y dolor, entre lo inevitable y lo posible, cuando a las tres sean las dos y nos parezca, equivocados otra vez, que el tiempo es nuestro: “Yo creía que mi vida era mía. Mi vida ya no es mía pero ahora empiezo a vivir” (testimonio de un paciente con ELA ayudado por cuidados paliativos, recibidos solamente por el 14% de los diversos enfermos que los necesitarían en el mundo; en España se calcula que no llegan estos cuidados a unas 80.000 personas que los precisarían). En resumen, caridad.

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