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Otoño convaleciente
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COLES DE BRUSELAS, 66

Otoño convaleciente

Actualizado 16/10/2023 09:31
Concha Torres

El otoño es visualmente impecable y sentimentalmente duro de pelar. Nos deja imágenes para el recuerdo (y sobre todo para Instagram) y en los países donde los árboles no se cuentan con los dedos, un abanico de colores como sólo la madre naturaleza nos puede regalar y algunos buenos pintores, consiguen imitar. Pero a mi hace ya muchos años que el otoño no me engaña por mucho que despliegue su manto de hojarasca multicolor, es el preludio del invierno, estación odiosa donde las haya para quienes preferimos el sol y las temperaturas calientes (he dicho calientes, no tórridas); así que si me permiten el chiste fácil: aunque el otoño se vista de seda, otoño se queda e invierno llega. ¡Vaya que si llega!

Ahora el otoño se ha convertido en “veroño” (neologismo pendiente de aprobación por la RAE) y ya ni las hojas cambian de color ni se caen de los árboles (véase foto adjunta tomada hace dos días) y a la primera de cambio la población se escapa a las playas, que las pobres no ven el momento de descansar de tanto veraneante tardío; este “Veroño” no es el prólogo del invierno, sino de una catástrofe climática que hay que ser un auténtico cabestro para negarla. Y como palabra, perderá el entrecomillado de aquí a nada, como otras muchas a las que la Academia tiene sometidas a un purgatorio en lo que se rinde a lo inevitable de su uso y las aprueba, aunque algunos como yo nos sigamos preguntando por qué nuestros jóvenes prefieren decir “espoilear” en vez de “destripar”, que es lo mismo y además una palabra muy sonora e igualmente descriptiva de lo que se trata. Pero no me meto en debates lingüísticos que de eso, tanto en mi país natal como en el de acogida, andamos sobrados. Suerte tenemos de que las lenguas estén vivas, superen los muchos crímenes que cometemos contra ellas e incluso nos sobrevivan a los que las maltratamos.

Porque las lenguas están vivas y coleando pero el otoño este que ha mutado en “Veroño” es un otoño convaleciente que ni tiene fuerza para enrojecer los árboles ni deja que caigan las gotas de agua que el campo nos pide a gritos en cada grieta; ni ponemos la calefacción ni nos ponemos un jersey, que tan bien nos vendría para tapar las miserias adiposas con las que la edad nos obsequia a los que hemos abordado el otoño (que no “Veroño”) de nuestras vidas. Es como un quiero y no puedo que llena los hoteles y las terrazas de los restaurantes y nos da esa falsa alegría de que el verano no se acaba. Lástima que detrás del otoño que no es, no apareciera un invierno que tampoco fuera, que ya les digo yo que no; que el invierno es un felino rabioso y agazapado tras una puerta que a nada que la dejemos abierta vendrá a recordarnos que las estaciones climáticas que aprendimos en el colegio existen, y que el cambio climático se está cargando las que son agradables y templadas para dejarnos con las puñeteras y extremas que, además, se han radicalizado.

Y quién sabe por qué será, que en estos otoños convalecientes y demudados, ocurren cosas inesperadas y desagradables, la vida nos trae sorpresas que gustosamente nos habríamos ahorrado y en el mundo se declaran guerras, atentados, terremotos, riadas, hambrunas, cayucos y pateras que no dejan de ser un viaje de una orilla a otra de la desesperación. Este año, el otoño raro ha venido a visitarme con una cajita de sanguijuelas como regalo y quizás por ello noten ustedes en esta cronista de las coles bruselenses cierto amargor y espesura. También esto pasará, pero se va a quedar el” Veroño” como palabra aceptada en los concursos y el otoño es ya un otoño convaleciente y sin ganas; y de todas las palabras ya existentes y que no habitan en el purgatorio de la Real Academia, hay una que me parece que va a salir danzando porque los seres humanos la hemos hecho impronunciable: paz.

Concha Torres

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