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El desfile, por dentro y por fuera
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El desfile, por dentro y por fuera

Actualizado 16/10/2023 09:11

Después de haber tenido el honor de participar cuatro años seguidos en el desfile del Día de la Fiesta Nacional, este año he podido contemplarlo entre el público que abarrotaba paseos y aceras. Han pasado muchos años, pero para nada ha cambiado el escalofrío interno que producen los toques y las marchas militares recorriendo todo el cuerpo como el bálsamo que contrarresta cualquier sensación de cansancio. Nunca olvidaré el primero. Bota alta, fusil, cartucheras, alineaciones y diagonales. Máxima atención. Muchedumbre en las aceras, pero vista al frente y no ves a nadie. Primer desfile largo –desde la Plaza de Castelar hasta el Palacio de Oriente-, gota de sudor que recorre la cara sin poder hacer ni un gesto. El músculo gemelo que se inflama y la bota que comprime. Comienza la insensibilidad, pero la pierna sigue milimétricamente el compás. El compañero comenta: ¡Tranquilo, que ya queda poco!, pero sabes que acabamos de entrar en la Gran Vía. Final. Misión cumplida. El tiempo dedicado a ensayos ha dado su fruto. Éramos jóvenes y la recuperación muy rápida. Hasta el año que viene.

Han pasado los años, ha finalizado el servicio activo, pero no ha terminado esta profesión que también imprime carácter. Desde la acera, con escasa visibilidad por culpa del gentío que abarrota los espacios libres, el escalofrío no ha desaparecido. Honores a la Bandera, Oración a los Caídos, ojos muy humedecidos. Son muchos los compañeros que ya no están. La edad, la enfermedad, el cumplimiento del deber, también el terrorismo, han ido aclarando la lista.

Viendo pasar a quienes velan por nuestra seguridad, y contemplando el respeto y el fervor con que se viven estas ceremonias en naciones con tradición democrática y formación cívica, resultan muy difícil de entender los ataques a los símbolos de la Patria, a sus instituciones y a quienes se declaran orgullosos de servir a los demás hasta dar la vida por ellos, si fuera preciso. Pues bien, todavía es mucho más grave cuando el desprecio y la consiguiente ofensa viene de los propios responsables del gobierno, y de sus sectarios.

Hemos llegado a tal nivel de odio que el hecho de ver quemar la Bandera Nacional se llega a considerar un simple disturbio callejero, y silbar al Himno Nacional un nuevo deporte, o libertad de expresión. Mirar para otro lado ante tanta ofensa, por mucha necesidad que tenga el gobierno de los votos de partidos independentistas, debe tener su coste político. Si no es así, es porque estaremos llegando al ocaso de una nación que fue señera en todo el mundo. Habremos descendido de primera a tercera división y, como demuestra la práctica, es demasiado difícil recuperar la categoría.

Ceremonias como la del Desfile del 12 de octubre suponen una inyección de patriotismo para quienes lo viven o lo contemplan. Reprobarlas a la vez que se pasa de puntillas sobre las que organizan regímenes populistas y totalitarios, es predicar con una mano la democracia y ahogarla con la otra.

Debo confesar que, acabado el desfile y recobrada la serenidad, me quedó un regusto de satisfacción. He contemplado el desfile por TV todos los años. Las imágenes aéreas dan una idea muy aproximada de la asistencia de público. En esta ocasión, lo he visto “in situ”. Por estar en obras el Paseo de la Castellana, se ha variado el itinerario y se ha empleado el Paseo de Recoletos, más estrecho, pero también se ha dejado más espacio para el público. Todo estaba ocupado, incluidas largas aglomeraciones en todas las calles perpendiculares al recorrido. Había muchísima gente. Pero lo más destacable era el predominio de gente joven ¡Qué gozada! Entablé conversación con un joven matrimonio que había viajado desde Barcelona para asistir al desfile. “Para desintoxicarnos”, me dijeron. A pesar de la edad y de la dificultad de mantenerme demasiado tiempo de pie, para nada me acordé del dolor de espalda.

Esta forma de hacer el desfile con el corazón choca frontalmente con el panorama que ensombrece nuestro futuro inmediato. No es posible. Más parece un sueño. España no se merece esta desgracia. La excesiva egolatría de un político sui géneris no puede quebrar la historia de un viejo pueblo. Se puede ser informal, antipático, embustero, e incluso retorcido, pero nunca se puede traicionar a tantos millones de personas por seguir aferrado al poder.

La payasada de un imaginario progresismo, que no es reconocido ni dentro ni fuera de España, no puede ser el soporte sobre el que descanse un político de pacotilla. Como está quedando reflejado por la rabiosa actualidad, los dirigentes políticos de naciones tradicionalmente asociadas con la nuestra cada vez cuentan menos con nuestros políticos. A pesar de tanto sonriente saludo y palmaditas en la espalda, no acaban de fiarse de un gobierno que se alinea con los regímenes opuestos al nuestro.

Planes para poner en práctica medidas que van en contra de los principios vigentes en sociedades equilibradas, no pueden ser admitidos por quienes respetan las leyes, la democracia, la razón y la verdad. Ningún gobierno se atreve a derrumbar aquellos principios que sostenía en su programa sin sufrir un inmediato revés. Por desgracia, aquí está a punto de suceder.

Las meteduras de pata de los políticos pueden llegar a ocasionar consecuencias desastrosas. Estamos viendo a diario cómo se deteriora a marchas forzadas la economía, ese motor que mueve toda la vida de una nación. La gente se está cansando de oír lo bien que se desenvuelve España en la órbita de nuestro entorno. Cada vez resulta más difícil engañar a tanta gente. España no va bien; seamos sinceros. Es verdad que el mal es general, pero también lo es que no hay visos de mejorar.

La solución, como apunta más de un desequilibrado, no está en la gente de uniforme. Los conflictos armados, ya no tienen su origen en diferentes formas de interpretar las religiones. Desde la Edad Media, todas las refriegas comienzan con disputas económicas o territoriales capitaneadas por políticos que no han alcanzado un acuerdo pacífico. Cuando un político no es capaz de solucionar un problema sin exacerbar a nadie debe dejar el puesto a quien esté preparado para conseguirlo. A ese político no lo eligen las FAS, debe salir de las urnas.

El desfile es la ocasión que tiene el pueblo para agradecer a sus ejércitos la perfecta preparación técnica y el desinteresado servicio que prestan a la sociedad. Lo que es, o no es, su misión, ya lo tienen muy claro.

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