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Opulencias
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Opulencias

Actualizado 11/10/2023 07:54
Juan Antonio Mateos Pérez

Por primera vez en millones de años de evolución, la preocupación del ser humano es perder peso, lo que constituye un contrasentido evolutivo

JOSÉ ENRIQUE CASTILLO

La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque formo parte de la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

JOHN DONNE

Vivimos en la sociedad de la opulencia y el consumismo, donde Las necesidades no producen el consumo, el consumo es el que produce las necesidades. Parece que el consumo es el summun bonun, lo más singular a seguir, el fin último de la vida. Nuestras sociedades encuentran equilibrio monopolizando todos los sentidos de lo social, representado en los grandes centros comerciales, las nuevas catedrales donde santificar la nueva religión de nuestro tiempo que promete la felicidad inmediata. Un consumidor insaciable, pero siempre insatisfecho, ya que en su mente y corazón todo ha perdido sentido.

El que no consume no existe, ya que el individuo tiene una promesa de felicidad, pero en realidad le deja insatisfecho permanentemente, ya que cada promesa consumista es engañosa o si queremos, en palabras de Bauman, es una esperanza de plenitud frustrada. Es necesario que la búsqueda de la satisfacción por parte del consumidor no cese, que sea un engranaje siempre en movimiento y así asegurar el circuito comercial: de la fábrica al comercio y al consumidor, en una continua frustración de deseos.

Uno de los efectos “colaterales” de esta sociedad opulenta y consumista, es la irracionalidad de la obsolescencia programada. Todos tenemos la experiencia de no poder reparar aparatos electrónicos, desde la lavadora al ordenador, la televisión o el móvil, fabricados con componentes que tienen fecha de caducidad para que sean renovados inmediatamente. La necesidad de producir más en las llamadas sociedades del bienestar implica necesariamente consumir más.

Si la producción condena al consumo de masas, también amenaza el empleo de esas sociedades. Ahí está la masiva deslocalización industrial hacia países con salarios más bajos, con lo que muchos trabajadores del mundo opulento se convierten en adeptos de subirse el horario laboral, incluso de la autoexplotación, prefiriendo ganar menos. El único antídoto para el desempleo permanente es todavía producir más y más, provocando un mayor endeudamiento.

La pandemia puso de manifiesto los sótanos más oscuros del capitalismo, el crecimiento y el consumo de nada sirven cuando se pone en entredicho el sistema de salud. Aparecen los problemas de una producción cada vez más especializada pero que esconde detrás un trabajo cada vez más explotador y precarizado. La opulencia es sinónimo de producción de consumo sin más, pero no se deben descuidar la inversión en los distintos planos que contribuyen al bienestar de los ciudadanos: empleo, educación o salud. Numerosos estudios establecen una relación directa entre numerosas enfermedades metabólicas y cardiovasculares, la falta de comunicación, la soledad, el sedentarismo y el estrés, con el bienestar económico y social. Sería otro de los efectos “colaterales” de esta sociedad opulenta y consumista.

Todos deseamos una vida más larga y con un mayor bienestar, añadiendo vida a los años. Pero ahí está una consecuencia directa de las sociedades de consumo: la obesidad. Acabamos de vivir una pandemia, ya nos estamos acostumbrando a ella, pero no vemos que la obesidad es otra de las peores pandemias que nos amenaza. Una epidemia que no solo crece en las personas adultas. También en los niños. Es una bomba de relojería, más si se combina con el tabaquismo y la hipertensión, es uno de los mayores riesgos cardiovasculares.

El mundo desgarrado y gris del nihilismo nos está llevando a una pérdida de valores, al desencanto y a la deshumanización. El olvido del sentido de transcendencia en el misterio del hombre nos está conduciendo a un vacío existencial. Nuestras sociedades consumistas y satisfechas se pierden en la banalidad, todo da igual, incluidas las relaciones entre los seres humanos que cada vez son más leves y efímeras. En ellas sobreviene la soledad del individuo, que vive desarraigado de la sociedad en medio de una solidaridad débil, también líquida y posmoderna.

Vivimos ya en otra epidemia, también consecuencia de la opulencia: la soledad. La persona que vive la soledad impuesta percibe un profundo sentimiento de melancolía, tristeza, incluso de vacío interior, que le lleva a un profundo dolor e insatisfacción, no soportable durante tiempos prolongados. Este sentimiento de soledad es peligroso para la salud, puede generar depresión, angustia, hostilidad e incluso demencia. Un mal compañero de viaje. Las personas en soledad tienden a centrarse en sus propios intereses, en su beneficio, que hace insostenible cualquier tipo de relaciones sociales y provoca un mayor sentimiento de soledad, un círculo difícil de romper.

Es necesario volver a descubrir lo esencial de la vida, esa entraña vital que nos haga más profundos y solidarios, más felices. En estos tiempos de crisis y opulencias, la lucidez es el secreto para no quedar atrapados en la vulgaridad del consumo, la rutina y el aburrimiento. Debemos dejarnos sorprender por lo inaudito, el misterio de la vida y la epifanía del pensamiento fruto del silencio profundo y de la reflexión serena y equilibrada sobre los acontecimientos que nos rodean.

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