La hipocondriaca que me habita, lleva unos cuantos días curándose de esa obsesión con dosis fuertes de una medicina que se llama hospital, lugar al que gracias a Dios he ido poco en mi vida y en el que ahora paso muchas horas de unos días que, simplemente por sucederse unos a otros, ya me parecen maravillosos.
El hospital es como un pueblo donde los lugareños comenzamos a conocernos y saludarnos por esos pasillos que ya no huelen a desinfectante, están despejados de obstáculos y donde reina un silencio forzoso y agradecido. Allí llega uno con precipitación o con visita programada, da igual; es un nuevo túnel del tiempo donde los que venimos de fuera ajustamos los relojes a unas horas y días que se ensanchan y se encogen al ritmo que sus moradores nos van marcando. Los visitantes somos unos turistas asiduos de un lugar donde otros residen no por voluntad propia y nos cruzamos repartiendo sonrisas a esas enfermeras y enfermeros maravillosos que pinchan, curan y toman la tensión con unos aparatos que parecen sacados de la NASA, y cuidan de lo que más queremos como si lo quisieran ellos mismos. En ese trajín perfectamente organizado de médicos, enfermeros y auxiliares, uno se inserta temiendo siempre incordiar, buscando la palabra amable que, sin ser falsa, les transmita cuánto apreciamos lo que hacen y, particularmente en mi caso, mi admiración por una ciencia médica que partiendo de un sabio griego se ha convertido en ciencia ficción a nuestro alcance, destinada no a hacer millones amontonando ladrillos sino a curarnos, que a veces no es cosa fácil.
Los europeos, vamos a los hospitales con la esperanza de salir mejor de lo que entramos y sin temer que la visita suponga el primer paso hacia la ruina. En España, con esa Seguridad Social a la que los españoles le deberían dedicar un día de fiesta nacional y una casilla especial en la declaración de la renta, la salida del hospital significa cero euros. En estos países nórdicos, el paciente tiene que rascarse algo el bolsillo y recibe, sobre todo, una información clara y minuciosa sobre el coste de los tratamientos, que no está nada mal saberlo para ser conscientes del privilegio del que disfrutamos comparado con otros países llamados desarrollados, donde curarse es cosa de ricos; rómpanse una pierna en Estados Unidos, si quieren saber de qué hablo.
Y tres párrafos de texto para venir a lo principal: todo eso no es gratis; en realidad, casi nada lo es, aunque Internet se empeñe con muchos de sus emisarios en convencernos de lo contrario. Ustedes verán las películas sin pagar por ellas, escucharán la última puya de Shakira a su ex sin pasar por caja o recibirán dos pizzas por una a domicilio, pero los enfermeros cobran, los hospitales hay que construirlos bien para que duren, hay que limpiarlos y cocinar para sus enfermos y hay que abastecerlos convenientemente, y todo eso cuesta dinero que, o sale de los impuestos o te lo piden al salir por la puerta, no hay muchas más opciones. Los médicos son ingenieros sanitarios de altas capacidades y ponemos nuestras vidas en sus manos, pretender que se queden contentos con mil quinientos euros al mes más guardias es como pretender que los coches funcionen con agua bendita. La inmensa mayoría de los sanitarios practican su oficio con una profesionalidad y devoción que en estos días me tiene maravillada, y oigo hablar español de bata blanca en la cafetería del hospital que me ampara casi más que en mi casa; no quiero ponerme a preguntarles por qué han venido a parar aquí porque sé que la respuesta no me va a gustar.
Desde el Asclepion de los griegos, algo hemos avanzado; en los hospitales medievales se asistía tanto a pobres como a ancianos y peregrinos y, justamente, a estos hospitales de ahora, deberíamos ir todos en peregrinación (de paso los ciudadanos de Santiago de Compostela descansarían un poco) para agradecer lo mucho que nos dan cuando es necesario y lo poco que nos acordamos de quienes en su interior lo hacen funcionar. Y les recuerdo, los que lo hacen funcionar no son jovenzuelos con tirantes ganando millones por mover unos dineros escandalosos entre unas empresas inexistentes y unos países chorizos, sino una clase humana de una pasta especial llamada “sanitarios”, que tienen la costumbre de cobrar a fin de mes, bastante poco para lo mucho que hacen, reparan y se desviven.
Habrá una próxima vez con visita al hospital y resultado “cero euros” a la salida, pero recuerden, gratis no es. Porque todo gratis no puede ser.
Concha Torres
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