Un día de las pasadas vacaciones, de las que ya casi ni me acuerdo, iba paseando con uno de mis hijos por la orilla del mar. Las nubes se habían puesto de acuerdo para ocultar el sol, pero la temperatura era buena, con lo que íbamos caminando por donde las olas ya mueren mezclándose con la arena, con la agradable sensación del agua acariciando los tobillos, solo rota cuando pisaba alguna concha escondida que asomaba traviesa para pellizcarme las plantas de mis pies.
Y en un momento, le pregunté:
Mi hijo no respondió al instante, sino que se tomó unos segundos para pensar en la respuesta, como harían los filósofos griegos, entendiendo que aquella pregunta tenía cierta gravedad.
Me quedé pensativo con esa respuesta tan poco concreta y tan socrática, y rumiaba si era una buena respuesta o simplemente era la confirmación de que no tenía ni idea… Pero lo que más me descolocó fue su pregunta:
Y esa pregunta me hizo pensar. Sí, no me esperaba que un niño me la hiciera así tal cual, sin anestesia y sin previo aviso. Sobre todo porque me ponía a mí mismo ante una realidad de la que no me gusta hablar a medida que voy cumpliendo años. ¿Qué me gustaría ser cuando fuera mayor?
Ese interrogante sobre el futuro me evocó mi propio pasado, cuando yo era un niño y luego un adolescente y soñaba con grandes gestas que pudieran cambiar el mundo. Alguien me lo preguntó en algún momento como yo lo acababa de hacer con mi hijo, quizá mi padre también, mi madre o hasta alguna vecina curiosa. Nadie entonces me podría haber asegurado que iba a vivir todo lo que he experimentado y vivido después. De niño, me decía a mí mismo muchas veces:
Cuando sea mayor, lucharé en mil batallas y el rey Arturo me nombrará caballero de su mesa redonda. Batallaré hasta el final como el general Custer o los últimos soldados españoles de Filipinas y llegaré al Polo Sur como Amundsen. Cuando sea mayor, viajaré al centro de la tierra y recorreré veinte mil leguas en un viaje submarino, siempre formando un trío de investigadores con mis tres mejores amigos.
Cuando sea mayor, pilotaré un robot gigante para luchar contra el mal como hacía Koji con Mazinger Z. Si puedo, me pareceré a Batman o Spiderman y lucharé con la fiereza de Sandokán.
Cuando sea mayor, seré el correo del Zar como Miguel Strogoff, o seré un gran arqueólogo como Indiana Jones para descubrir tumbas egipcias y templos con mil y una trampas.
Cuando sea mayor, haré reir a los niños como Gaby y Fofó, y les cantaré canciones que les llegarán al corazón y participaré en el Un, Dos, Tres para ganar un viaje con mi familia.
Cuando sea mayor, cantaré como los Beatles o Simon y Garfunkel, y grabaré discos como José Luis Perales y Julio Iglesias. Hasta podré conocer en persona a Rafaella Carrá.
Cuando sea mayor, jugaré al fútbol como Butragueño, Quini o Satrústegui o al basket como Fernando Martín o Corbalán, y por qué no, al golf como Seve Ballesteros.
Cuando sea mayor, defenderé a los indefensos ciudadanos de los pérfidos malhechores como los Hombres de Harrison o Starsky y Hutch.
Y en medio de todos estos recuerdos, un leve empujón de mi hijo me devolvió a su misma dimensión espacio temporal.
Feliz hijo, feliz. Y sobre todo, contigo. Disfrutar de las cosas con las personas a las que quiero y tenerlas cerca para apoyarme y llorar cuando no vengan tiempos fáciles.
Esa respuesta me sacó una sonrisa grande, casi una carcajada. Realismo puro. Ciertamente, ahora mismo no me hago la pregunta de qué quiero ser cuando sea mayor, aunque quizá me la debería hacer de vez en cuando. Uno se va haciendo mayor poco a poco, casi como un susurro. El tiempo pasa rápido cuando miramos al pasado y es más lento que una tortuga cuando miramos al futuro. Pero pasa, avanza, sin pedir permiso, sin hacer ruido, sin levantar la voz… Y en cada momento, la pregunta por el mañana y el anhelo sobreestimado del pasado. Lo mejor está por venir.
Gracias hijo, por ayudarme a vivir el presente, el aquí y el ahora. Sin más. Vivir lo que toca vivir.
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