Septiembre trae, con las carteras y los libros que ya no hay que forrar desde que el plástico se convirtió en material proscrito, una luz menos alegre, un trajinar de chiquillos por las calles y una vuelta a las mañanas de tráfico y tráfago. En las puertas de los colegios se mezclan criaturas inquietas por despedirse de unos padres aliviados por llegar a tiempo, abuelas a tiempo completo que han vuelto al tajo y profesores cargados de papeles en un morral donde a falta de pan y chorizo van las ganas de compartir sabiduría y desbravar a toda esa tropa que vuelve de vacaciones con la voluntad virgen y los piojos agazapados, no sé si tan ansiosa de conocimiento como el maestro quisiera.
El maestro (a mi me gusta esta palabra, más que “profesor”) se asoma a septiembre como quien se asoma a un precipicio con puente colgante y obligación de transitarlo. Al otro lado del puente nos va a dejar unas criaturas con nueve meses más de edad y con suerte, también con nueve meses más de saberes acumulados. Por mucho que cada año a todos se nos llene la boca de palabras elogiosas hacia estos esforzados, no habrá que llegar a octubre para olvidar la importancia que tienen, la que han tenido para muchos de nosotros y la que no les dan en este conjunto de seres apresurados y dependientes de pantalla en el que la humanidad se está convirtiendo. Y lo más importante, son los únicos que se molestan por convertir a nuestros niños en proyecto de adultos, de esos que necesitamos para que el día de mañana nos paguen las pensiones y nos empujen las sillas de ruedas, entre otras muchas utilidades.
Fabricar adultos no es fácil; en realidad no lo ha sido nunca, pero al menos antes la sociedad era ella misma adulta y los menores aspirábamos a llegar a esa categoría cuanto antes. Las mujeres por ansia de libertad, que aún era poca, y el público en general, porque la infancia no era la reina del mambo y aquello de que “cuando seas padre comerás huevo” tenía muchas lecturas y no todas buenas. Ahora, fabricar adultos es remar contra corriente porque la sociedad es una Disneylandia eterna y perenne y la infancia, un lugar de donde no se quiere ir nadie. Y como a los padres (infantiles todos) les interesa que su prole permanezca infantilmente atada a esas emociones solo aptas para menores de dieciocho, el mérito de estos esforzados maestros es triple, que con doble nos quedamos cortos. Pican piedra cada día con el valor añadido que de esa piedra salen ciudadanos, no cantos rodados ni adoquines para calles monumentales.
Pienso en mi compañera de periódico, Charo Alonso, a la que sus “intensos” (la he visto en acción) le dejan poco tiempo y poco espacio mental para escribir esas columnas de verbo florido que cada martes nos regala; en mi compañero de editorial, Luis Quiñones, que además de excelso autor de novelas, desbrava mentes obtusas y que este verano me empujó a leer “La desheredada” mostrándome que la protagonista de Galdós estaba más empoderada que Rosalía con su Motomami: lo consiguió conmigo pero se ve que con los infantiles acérrimos es imposible. Y pienso sobre todo en el hombre con el que comparto mi vida desde hace treinta años (que son treinta cursos) que se levanta antes del alba y sale de casa dispuesto a demostrar que el subjuntivo español se usa en pasado, presente y futuro aunque sus propios infantiles ya no lo usan en su lengua madre francesa y les sale urticaria cuando lo ven escrito. Y eso cuando la lengua madre es francesa, que en las escuelas públicas (que Dios nos guarde muchos años) las lenguas madre son muchas y variadas; para estos maestros, una dificultad añadida y no retribuída.
Pienso en mis maestras y maestros, aquellos que me abrieron los ojos y los oídos, y que lograron hacer de mi una adulta más o menos responsable cuando fabricar adultos era una tarea socialmente valorada; y cuando se centraban sobre todo en fabricar adultos, no en producir ignorantes con diploma de ello. Señoras y señores, queda inaugurado el curso.
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