Me enamoré de Essaouria y sus barcas de pesca, su muralla portuguesa frente al mar –los lusos hilvanaron la costa de Marruecos de puertos y muros, para avituallarse a lo largo de su periplo por las rutas de Enrique el Navegante- donde rodó Orson Welles y los ebanistas de la tuya hacen su aromático trabajado de madera en pequeñas serrerías de esta materia olorosa. Tenía la antigua Mogador un barrio judío vacío de gentes, los dinteles de las puertas marcados con antiguos signos que hablan de éxodos y pérdidas, de gente marcada por la ausencia y el viaje… olor a sardinas recién pescadas y mares de largas playas indómitas. Y fue allí, en un mercado, donde probé una sopa en la que se concentró todo el sabor de un país tan colorido como mi México Lindo, hecha por una mujer siempre en cuclillas que cocinaba en un hornillo y lavaba los platos en un cubo, el rostro estragado y los pies y las manos de primoroso bordado de henna. Marruecos era entonces una larga carretera sin pintar, un Marrakech que nos había recibido con lluvia torrencial –nadie en la plaza que parecía tan desolada como mi esperanza por verla y sentir el fantasma de Juan Goytisolo- una delicada Giralda que sí era minarete y el agua, lluvia y lluvia sobre la gente que caminaba, se montaba en moto en precario equilibrio bajo aquella lluvia, lluvia, lluvia… que cuando escampó me regaló los árboles de argán cubiertos de ramas donde se posaban, insólitas, las cabras trepadoras que comían hojas y frutos.
Tiembla la tierra donde le duele el Atlas a mi amigo, el fotógrafo y activista Jesús del Río, quien sabe de gentes olvidadas en aldeas donde no hay ni escuela, ni agua, ni se cuenta a los vivos ni a los muertos. La tierra tiembla y al otro lado de la ciudad turística, los pueblos escondidos tienen casas de adobe que se han convertido en tumbas apacibles, en túmulos de pena adonde no llegará con tiempo la ayuda para los que aún respiran el hueco del aire, la esperanza de la vida. Siempre son los pobres, aquellos que ni siquiera saben que su rey vive en Paris, los que sufren el envite de la mala suerte, de la falla que se desliza, de la riada que se empecina en borrar lo construido con tanto empeño. Y es esa pobreza la que llena los barquitos de la mala suerte, las profundidades del Estrecho donde crecen los atunes, los peces y los muertos, mientras en el cielo, cruzan los únicos que no necesitan papeles, ni contenedores, ni ferrys, los pájaros del azul, los verdaderos monarcas del Estrecho y no los de la droga ni los del tráfico de gentes que ahora se cuentan por cientos, enterrados bajo sus casas, arrasados todos los sueños.
Charo Alonso
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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