Esta vez sí, ¡podemos ganar la liga! Eso es lo que llevaba pensando Ramón desde hacía meses, pero hoy era el día definitivo, el día de la gloria o de la decepción más absoluta. Un hoy en el que no había opción al mañana. Todo se acababa y era la última oportunidad, sin más posibilidades de prórrogas. Y Ramón lo sabía, masticando en su interior los nervios adobados con adrenalina. Desde que se había levantado, un remusguillo le recorría el cuerpo, con una angustia que iba creciendo cada vez más en él. El estómago se le encogía y sentía que se le hacía un nudo en la garganta, se le secaba la boca y se le aceleraba el pulso. Vamos, que estaba como un flan, así que apenas pudo dedicar dos mordiscos a su bocata de jamón con tomate.
Aunque el partido era por la tarde, desde primeras horas de la mañana Ramón ya estaba merodeando por los alrededores del estadio. Había quedado con otros amigos de su misma peña. Enfundado en su bufanda futbolera, se había vestido para la ocasión combinando los colores de su equipo, desde la camiseta hasta la gorra. Incluso la ropa interior era de los mismos tonos. Todo cuidado era poco por el equipo de sus amores. Con él sufría y gozaba, lloraba y reía. Aquello de “hasta que la muerte os separe” cobraba sentido en esta relación en su vida sosa, tan necesitada de buenas dosis de sal y pimienta.
Todo esto era difícil de comprender para el que no sentía los colores de ningún club. Ramón, creyente de la religión futbolera, no entendía a los ateos que no sufrían por ningún equipo o por los agnósticos que les daba igual el resultado. Ramón, asiduo al templo del fútbol, tenía su localidad fija en el estadio, y no se perdía ninguna liturgia, ya fueran de vísperas, completas o maitines. Sabía los cánticos apropiados que gritaba con fervor de feligrés (y nunca mejor dicho) hasta el extremo de quedarse afónico o sin voz. Recitaba de memoria las alineaciones, la historia del club y sus avatares, votaba en las asambleas de socios cuando le daban oportunidad, y comulgaba con ruedas de molino si era necesario por defender a su club de cualquier ataque externo, sobre todo si venían de acólitos de otro equipo. Era un hincha perfecto, un poco talibán, eso sí, con su capacidad crítica un poco limitada porque para él estaba claro que de los malos resultados tenían la culpa siempre los árbitros, a los que dedicaba mil jaculatorias irrepetibles, las inclemencias metereológicas o la diosa fortuna. Así era su fe, probada y nada timorata, presto para el martirio si fuera necesario, o para la batalla a base de dar leña si sonaran los tambores de guerra.
Como buen creyente, Ramón cuidaba también del altar en su casa con las figuras sempiternas de su equipo, las de ahora y las de antaño, a base de pósters y recortes de prensa. Se sabía las alineaciones de memoria, y era capaz de acordarse de resultados de hacía muchos años, aunque se le olvidara el día del cumpleaños de su mujer, pero eso eran menudencias. Lo primero era lo primero.
Lo cierto es que Ramón, ponía alma, corazón y vida en cada partido. Tanto, que su estado de ánimo dependía del resultado. Si ganaba su equipo, había que celebrarlo hasta la extenuación y si perdía, era como meterse en un túnel oscuro sin salida, esperando a la siguiente oportunidad.
Aquel día se consumó la tragedia. Los dioses griegos sacaron la máscara del drama y todo se tornó en un valle de lágrimas y lamentos. No había consuelo para Ramón. No pudo ser. ¡Maldita sea! ¡Porca miseria!
Y en medio de la desazón y el lamento, algo empezó a barruntar Ramón, un pensamiento ajeno a él que quería despertarle del sueño narcotizante de poner en acciones ajenas su propia alegría ¡Despierta Ramón! Es un juego, un pasatiempo, un deporte. Y de muy poca trascendencia real para la vida de casi nadie, más allá del entretenimiento y la diversión, tan importantes y necesarias, ¡faltaría más! ¿Tendrían razón tus amigos que te han dicho tantas veces que amplíes el horizonte de tus intereses más allá del fúrgol? ¡Ay, Ramón! Pero como una estrella fugaz, aquella pregunta pasó rápido sin anidar en su corazón.
Lo cierto es que acabada la temporada y a Ramón se le venía encima una sensación de sinsentido y ansiedad. ¿Cómo superar la ausencia de ilusión hasta que empezara la liga de nuevo?
Aquella noche Ramón tardó en dormirse, pero al final encontró una luz que le tranquilizó y le dio esperanza y paz en medio de la zozobra: el próximo año, ¡ganaremos la liga!
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