Las religiones, como las luciérnagas, necesitan de oscuridad para brillar.
ARTHUR SCHOPENHAUER
Cada ser humano vive de la riqueza de su propia diversidad
SUSANNA TAMARO
La modernidad tardía, un tanto cansada de ideología, se vuelve hacia lo religioso. Hoy no parece haber razones fuertes para rechazarlo. Se ha dado en el pensamiento lo que se ha llamado un “giro narrativo” que rescata la poesía, la narración, el mito y la religión. Estamos viviendo una época de fenómenos espirituales difusos, variados y eclécticos en una renovada necesidad del hombre de lo Absoluto.
Pero en ese retorno de lo sagrado se está constatando un aumento creciente del fundamentalismo y tradicionalismo religioso, no sólo en el ámbito islámico, también en el cristiano. Esos fenómenos fundamentalistas, de personas o grupos sociales, están fuertemente politizados y se manifiestan con una fuerte xenofobia, homofobia, racismo y discriminación.
En estos momentos de fuerte crisis económica, social, moral y búsqueda de identidad en un mundo cada vez más globalizado, hay un aumento de la incertidumbre y de la ansiedad existencial en nuestras sociedades líquidas. Ante esta situación, se buscan seguridades y certezas que las pueden proporcionar un ideario religioso de corte fundamentalista. Esta religiosidad traiciona su dimensión universal y se da vía libre a los particularismos, como una reacción ante esa realidad en la que estamos inmersos.
Con ellos surgen, los fanatismos, las pretensiones de poseer la verdad absoluta, la creencia del carácter excepcional de su propia historia, etnia, que lleva al rechazo y a la exclusión de las minorías. Terry Eagleton, comenta que el fundamentalismo no tiene sus raíces en el odio, sino en el miedo. Miedo al mundo moderno cambiante y en movimiento, con un final no definido, donde las certezas y los pilares sólidos parecen haberse difuminado en el fin de los grandes relatos que daban certezas a la modernidad.
Debemos recordar que el fundamentalismo no es patrimonio exclusivo de la religión, se nos ofrece un amplio abanico de respuestas débiles incapaces de sostener la duda en sus planteamientos. Ahí está el fundamentalismo de mercado, nacionalista, étnico, pasando por la intolerancia ideológica y política de distinto signo como desgraciadamente comprobamos en nuestra amada Europa. El fundamentalismo, del signo que sea, representa un rechazo a la cultura moderna, sus valores y su pluralidad.
Estos movimientos neotradicionalistas poseen un carácter reactivo frente al clima relativizador de los diferentes estilos de vida y cosmovisiones que son propias de nuestro tiempo. Lo peor del fundamentalismo es la seguridad que confiere a estos grupos, no dejando margen para la crítica, la duda, la pregunta. Para el fundamentalista hay una separación entre el pensar y el creer, por lo tanto, el que piensa es automáticamente ateo. En el fundamentalismo se olvida la historia y se condena el momento presente.
Comentaba mi querido profesor Manuel Fraijó, que cuanta más capacidad posee una religión para dar cabida al pensamiento y a la filosofía en su seno, menos permeable será a la tentación fundamentalista. El pensar de muchos filósofos como Jaspers, Marcel, Unamuno, Zubiri, Lévinas o Ricoeur, no terminan en una vía abstracta y muerta de la proyección de los deseos y las necesidades. El pensar filosófico, con poca luz y la mayoría de las veces tremendamente débil, puede alcanzar el misterio de lo divino en un profundo sentido. Y, si logra sintonizarlo con su interioridad específica, puede llegar a ese Dios vivo, a veces proponiéndolo con más profundidad que ciertas teologías.
El Dios cristiano es el Dios del amor. La fe no sólo debe ser pensada, también vivida desde el amor y la misericordia. El núcleo del Evangelio está en amarás a Dios y al prójimo como a ti mismo. El discurso sobre Dios sólo puede universalizarse a través de la pregunta por el prójimo, la pregunta por el hermano que sufre, realizando memoria passionis. Rememorando no solo el sufrimiento del cercano, incluso el sufrimiento de los enemigos. De esto se deduce que se debe amar la diferencia, no sólo para tolerarla, sino para incluirla y reconocerla.
Todo esto pone de manifiesto la necesidad de crear nuevas formas de organizar las relaciones entre los seres humanos, tanto individual como colectivamente, en clave más universalista y menos excluyente. Nuestra universalidad espacial nos obliga a estar abiertos a numerosos lugares y albergar dentro de nosotros una pluralidad de continentes, religiones y culturas. Para ello debemos no sólo aprender a pensar en los otros haciendo justicia, sino comprendiendo que la diferencia entre la mayoría de los seres humanos es una historia escrita desde la exclusión y la injusticia.
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