Cuando ustedes inician eso que ahora se llama “Veroño” y que a la altura del paralelo 50 norte donde me encuentro es pura y simplemente otoño, los niños vuelven al colegio, las calles se pueblan de gente, los atascos de tráfico son cotidianos y el metro se llena de unas señoras latinas que llevan a unos niños rubios y blanquitos a sus colegios y/o guarderías.
Por mor de la lluvia, estos días voy a trabajar en uno de esos vagones de metro y me instalo al lado de una de esas mujeres con niño ajeno. Ella es muy joven, no creo que haya cumplido ni veinticinco; habla por teléfono sin parar, que es algo que hace mucha gente en el metro y en todo lo que se mueve, como si el arrancar de un vehículo de cualquier tipo hiciera arrancar la verborrea humana; de eso ya hablaremos otro día. Cuando suelta el teléfono, se retoca los labios con ayuda del propio teléfono como espejo y el niño reclama su atención estirando los brazos y emitiendo palabras sueltas que, creo identificar, son en inglés. Después de los labios aparece la crema de manos que ella extiende pausada y primorosamente mientras el niño comienza a impacientarse y a pedir su parte de unte: “no mijito, estas cremas son cosas de mujeres, usted es un caballerito”. El niño es un varón, cosa que hasta ese momento no me había quedado clara, ella es probablemente colombiana (una tiene un oído especialmente entrenado para localizar los acentos) y llegó mi parada, donde me tuve que bajar escuchando el berrinche de la criatura a la que se le negaba el acceso a la cosmética por cuestiones de género, ahora tan candentes.
Hubo un tiempo en que mi vida de joven madre trabajadora era una batalla cotidiana de la que yo lograba salir indemne gracias a la ayuda de unas encantadoras mujeres latinas que, por esas cosas de la vida que no siempre se porta bien con todos, dejaban a sus niños en sus países para venir a cuidar a los míos. K., J. y A. fueron tres ángeles de la guarda que me permitieron vivir, respirar y trabajar sin más incidencia que el cansancio y hasta me dieron muchas lecciones de cría infantil. Les guardo un reconocimiento eterno y, a día de hoy, las cuento entre mis amigas, a las que veo de vez en cuando y de cuyas vidas estoy al corriente. Pocas veces me fallaron y menos aún tuve que enojarme con ellas, salvo cuando intentaban justificar las muchas tropelías y desmanes de los varones de sus familias, “porque eran cosas de hombres”. Dudo que ellos hayan llegado tan lejos como ellas (es más, lo sé) y mis argumentos a favor de lo mucho que ellas valían y lo poco que se les reconocía cayeron frecuentemente en saco roto. Conseguí que a mis dos hijos, uno de cada palo, les trataran con igualdad y eso ya me pareció un logro.
Veinte años después de aquellas conversaciones sobre las “cosas de hombres”, veo que la frase se sigue usando, aunque sea en diminutivo y para negarle a una criatura aburrida en su sillita un poco de crema de manos. Yo, que he vivido mi infancia en una versión alegre de la casa de Bernarda Alba, con un padre que era un feminista convencido cuando la palabra ni se estilaba, no puedo entender que en el 2023 nos tengamos que justificar por según qué cosas e incluso disculparnos por algunas de ellas. Ustedes saben a qué me refiero. He tenido varios jefes y superiores en mi vida profesional, de todo tipo y condición y ninguno de ellos (ni de ellas) me ha propuesto darle un beso en un momento de euforia compartida, que los ha habido. A partir de ahí, se admiten todos los argumentos que ustedes quieran, pero les aviso que de lo anterior no lograrán apearme.
Y, además, les confesaré que yo fui una futbolista frustrada reconvertida en jugadora de baloncesto. En los veranos esteparios de mi infancia, tantas veces lo mejor del día era la pachanga futbolera de por las tardes con los primos y allegados, en las que yo no podía participar porque, al contrario que la crema de manos, aquello era sólo “para caballeritos”; y no me lo decían con un dulce acento latino sino con una recia voz castellana que equivalía a una orden tajante. Comprenderán ustedes que lo de las chicas futbolistas me haya llegado al alma, y lo del otro majadero pues…A la altura de cuando esto se publique ya se habrá dicho de todo. La estupidez unida a la prepotencia, haciendo cruel binomio, desgraciadamente, también es cosa de caballeritos; no intenten ustedes convencerme de lo contrario.
Concha Torres.
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