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Ese niño…
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COLES DE BRUSELAS, 62

Ese niño…

Actualizado 18/08/2023 15:03
Concha Torres

Ese niño que contemplo mientras espanto moscas en mi terraza playera y espero a que las musas, delante de mi pantalla de ordenador con hoja en blanco me manden un WhatsApp, es el mismo niño (o niña) que yo fui cuando el verano no solo me parecía invencible como a Camus sino además, infinito.

Tendrá unos ocho años, calculo, y es hijo único como lo son tantos de su edad, así que no ha tenido que llegar a la playa apretujado con otros cuatro niños en el asiento trasero de un Seat 1430. Es silencioso y, parece, obediente a todas las consignas paternas, lo que es de agradecer para quienes somos sus vecinos. Mientras que yo me devano los sesos intentando darle forma a una nueva novela, y me distraigo con el vuelo de cualquier gaviota, él está tranquilamente sentado muy atento a la pantalla de su teléfono. Es temprano, ambos somos madrugadores; yo por obra y gracia de la edad que voy teniendo y él por la misma razón: porque los veranos infinitos lo son, además, por la cantidad de horas que uno pasa despierto mientras los mayores hacen huelga de despertador y encima duermen la siesta. El día es solo una promesa de sol y arena y ambos estamos ya colocados delante de un aparato con pantalla; tal el signo de los tiempos.

Ese niño goza de buena salud y va camino de la playa cargado con un pesado equipo para practicar kite surf, que es el deporte de moda aquí donde paso mis veranos, porque a alguien se le ocurrió ponerlo de moda y porque los vientos locales son propicios. A mí me hubiera encantado ser como él, pero el asunto se inventó y se promocionó cuando yo decidí que las actividades peligrosas (se practica con casco, por algo será) mejor dejarlas de lado porque la cabeza y las extremidades me resultaba más práctico mantenerlas operativas y sin lesiones. Supongo que la criatura disfruta con ello y cuando vuelve por la tarde, acompañado del padre que también es practicante, tienen conversaciones en una jerga llena de palabros en inglés que yo uso en mi vida cotidiana y laboral para otras cosas que nada tienen que ver con el deporte. Por suerte, la conversación entre padre e hijo no es en inglés más allá de los tecnicismos, moda esta muy peligrosa que constaté hace unos años en el entorno playero y que parece que se va extinguiendo y los padres vuelven a hablar con sus hijos en la lengua madre correspondiente. Una vez limpio y ordenado el material, la criatura vuelve a su silla con su teléfono, y me temo que a eso se reduce su veraneo.

Las musas no vienen y de venir, ni siquiera me pillan trabajando como a Picasso, sino divagando y absorta en el comportamiento ejemplar de ese niño solitario y deportista de alto riesgo que mantiene diálogos en jerga inglesa con un padre que parece tener problemas para hablar con su retoño más allá de las azañas de navegación con cometa de surf. No es su verano el que yo hubiera querido para mis niños que ya no son niños, a los que acompañé por playas (sobre todo) y ciudades muchas. A ellos les dediqué muchos días veraniegos enseñándoles a caminar, a nadar y a montar en bici (los tres imprescindibles) y a apreciar un buen cuadro en uno de los muchos museos por donde los arrastré y donde compré miles de accesorios de recuerdo artístico en forma de lapicero, llavero y estuches varios con tal de que me dejaran recrearme la vista y disfrutar del aire acondicionado. Tampoco es el verano, muchísimo más modesto y rústico que yo tuve, lleno de prohibiciones que me saltaba, tales como no levantar las piedras para ver si había un alacrán debajo (que era la gracia que tenía levantar la piedra); o no comer los higos calientes cogidos de la higuera y allá que íbamos la caterva de primos asalvajados a coger los higos más altos y ya maduros trepando peligrosamente y volviendo a casa con las rodillas desolladas. Cuando la ley del silencio se imponía en forma de siesta de adultos, llegaba Julio Verne a llevarme de viaje, y las tardes de canícula se pasaban de la tierra a la luna y cruzando África durante cinco semanas en globo.

Llámenlo nostalgia, que lo es. El niño rubito y obediente, que habla inglés con su padre y solo va a la playa con una cometa inmensa que mueve su tabla de surf es el adulto que me mirará con condescendencia cuando yo sea una anciana. Espero que ese teléfono al que tantas horas le dedica le enseñe a tratar convenientemente a sus mayores, porque ellos (y no la pantalla telefónica) serán el almacén de sus recuerdos.

Concha Torres

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