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Cierre los ojos, pero no tanto
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Cierre los ojos, pero no tanto

Actualizado 17/08/2023 12:55
Tomás González Blázquez

Siempre estaba dicharachero. A menudo para quejarse como se quejan los que terminan tirando hacia adelante, asumiendo a regañadientes los gajes propios de la edad y los inherentes al oficio que nunca se abandona, bendita ocupación de la mente aunque el cuerpo se resienta. En riesgo-beneficio salimos ganando.

Siempre me contaba algo. Lo que surgiese. Aunque ya fuera historia sabida. Pero faltarían matices, detalles, qué se yo… Nos llevamos bien y los que aguardaban en la sala de espera no nos lo tenían en cuenta. Si ya era el último, menos prisa. Si me urgían en otro pueblo, punto y seguido a la conversación.

Por eso, tras varios meses sin vernos, me alegró detectar su nombre en la agenda del lunes, cuando acumulaba la de otros dos compañeros además de mi tarea. Esa alegría deseosa de que se debiera a algo de poca monta, se entiende, que figurar en la agenda de los médicos no es plato de gusto para los pacientes. Sin embargo, fue distinto. No me contaba nada especial. Su hija ejercía de portavoz. No metía baza. No era él. En efecto, después de tantas veces, no me reconocía. Tampoco cuando intenté hacerle memoria. Porque la memoria, por desgracia, se le estaba deshaciendo, como se escapa entre los dedos la arena, despaciosa y dolorosamente, delante de nuestros propios ojos.

Quizá por eso, cuando les digo que lean y hagan lo que pone en el papel que previamente les he ordenado coger con la mano derecha, doblar por la mitad y colocar encima de la mesa, estoy pensando en cambiar lo que suelo escribir: “Cierre los ojos”. Prefiero que los mantengan abiertos para no perder ni un instante en el que intentar cruzar mi mirada con la suya, antes de que se pierda, e imagino a Cajal forzando la vista en el microscopio y, con él, a cuantos se esfuerzan en la investigación de ese gran misterio humano, el cerebro, que en sus recovecos nos reencuentra con lo que somos y sentimos. Sin él, sin sus funciones, no perdemos dignidad, ni mucho menos, pero nos volvemos aún más misterio.

Como contrapunto del silencio del viejo amigo, la otra parte de una relación de confianza médico-paciente forjada en numerosos encuentros, hace un par de meses, de casualidad, porque venía al centro de salud a resolver papeleo y yo estaba por allí, otra paciente, en este caso una mujer bastante más joven, a la que no conocía, acabó conmigo en la consulta. Creo que acertó al coger el papel, doblarlo y depositarlo, y también cerró los ojos. Cuando le pedí escribir una frase cogió resuelta el bolígrafo que le ofrecía. Todavía no dudaba, sabía perfectamente qué decir y cómo decirlo, así que ante aquel médico casual, que fui yo esa mañana, se desnudó: “Es muy triste lo que me esta pasando”. Era el dolor del alma, ese misterio que no explican sólo las sinapsis, y ante el que cerramos y abrimos los ojos, llevados por el parpadeo oscilante de la tristeza y la esperanza.

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