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La piedra viva de la calle Zamora
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Itinerarios salmantinos

La piedra viva de la calle Zamora

Actualizado 16/08/2023 14:45

Una vía muy transitada con negocios de toda la vida, salida de la ciudad a la provincia, y camino de todos en vía recorrida con ropas de domingo y andar pausado

Quedamos a la puerta del Toscano viendo venir la vida por la plaza que gira en torno a la fuente, coches, autobuses, gentes que cruzan el semáforo de los días, olor a café con churros en esa esquina pulida por nuestros pasos mientras, desde lo alto, nos observan las dos figuras agazapadas que descubre el objetivo de Amador Martín cuando no está mirando la iglesita redonda de sus amores. Estamos en la calle Zamora de negocios de toda la vida, salida de la ciudad a la provincia, camino de todos en vía recorrida con ropas de domingo y andar pausado.

Camina el fotógrafo con la vista hacia el cielo, hacia los sillares aparentemente simétricos y graves de los edificios racionalistas, de las casas de empaque que sustituyeron en los años cincuenta palacios, conventos y viviendas bajas de hermosos miradores de gusto popular. En aquellos años no solo se alzaba el brazo hacia arriba, el dinero marcaba el porvenir del centro de la ciudad y se elevaba con el trabajo de los arquitectos sabios en los designios de la Escuela de San Fernando que, a principios de siglo, antes del desastre, les había aconsejado regresar a la historia, recrear el imperio renacentista y su universo plateresco sacado de la Domus Aúrea de Nerón descubierta en el XVI e imitada hasta la saciedad en su abigarramiento decorativo. Los arquitectos en la Salamanca empeñada en prosperar se volvían así hacia el tardorenacentismo y dibujaron edificios de piedra de Villamayor ornados de figuras neoplaterescas, en ocasiones pincelada de talla y en otras, abigarrada composición que evocaba la fachada rica de la Universidad salmantina ¿Cómo no sustraerse en el centro noble, de empaque, al llamado de tiempos mejores? De ahí el intento de tallar la piedra con alusiones grecolatinas que, a veces, parecía perder un tanto la cabeza en manos de los canteros.

Y de ahí que Amador, enamorado de la forma románica de la iglesia redonda frente a la que se toma el café de la mañana luminosa, se coloque del otro lado para descubrir a las figuras agazapadas entre el arco y el balcón: un bufón que cabalga el que parece un león con pezuñas y sostiene una cornucopia y una dama de desnudeces clásicas con un perro entre las piernas y una mano en el pecho ¿Aires clasicistas, broma privada de pies exquisitos y rostros duros? El edificio de 1950, austero en sus hechuras, nos regala las extrañas figuras, su encuadre de tejido clásico, su postura agazapada. Años más tarde, en el edificio del arquitecto zamorano Santiago Madrigal, las formas talladas parecen subir y bajar de las columnas en su desnudez de simios y los atlantes sostienen capiteles y cornisas. Entre la mesa de dibujo del artífice y la gubia y cincel del cantero pasan cosas, y las retrata Amador siempre mirando hacia arriba, olvidado de sus pasos, dejando que el otro mundo que se alza a nuestros pasos se convierta en protagonista. Mundos florales de cornucopia y hojas de acanto, figuras que cambian el torso por la cola de pez, cabezas de angelotes italianizantes y ancianos de boca cavernosa… más abajo del número 62 donde los intentos neoplaterescos del arquitecto se vuelven enloquecedores, el edificio de la Unión y el Fénix exhibe su factura de nuevo deudora del plateresco, segura y elevada con broche de reloj.

El edificio moderno, pesado, denso de historia y de sillares serios como corresponde a calles de empaque y negocios de suma importancia, se descoloca en el relieve como si arquitecto y cantero hubieran perdido la cabeza en el frontón de aires clasicistas, en el blasón con fechas cercanas, en las abigarradas figuras de un plateresco que dé prestancia al friso pleno de detalles. La piedra de Salamanca, dúctil a la talla y a la imaginación, se deja habitar de seres enloquecidos, aves solemnes, ángeles desnudos, cabezas de león, jarrones plenos de frutas y hojas. Es el triunfo de la geometría helenizante y de la escultura pretendidamente clásica que nos regala el gusto por el detalle. Y Amador, siempre atento, se pierde por la calle Concejo, ahíto de talla desbordada. Es la Salamanca infinita de su luminosa mirada.

Charo Alonso, Amador Martín