Cuando entró en vigor nuestra Constitución, los españoles pudimos expresarnos, oralmente o por escrito, sin mirar a derecha e izquierda por miedo a las represalias. Es cierto que, al principio, aún podías ser mirado como descarado y, de hecho, más de uno debió justificar su “osadía” ante la justicia. Una vez comprobado que la democracia había venido para quedarse, cada cual sacó a relucir sus ideas y fue asentando sus reales en el partido político con el que más se identificara. Definidos los derechos y los deberes, los ciudadanos tenemos el campo libre para opinar sin saltarse la norma. Sin embargo, vemos a diario que el español emplea esa libertad no tanto para tratar de mostrar sus inquietudes como para criticar duramente las del oponente.
En los tiempos que corren, nuestra fiesta nacional ha tenido la desgracia de coincidir con españoles que no ven con buenos ojos ese espectáculo. Hemos quedado en que, en democracia, cada uno puede opinar según su saber y entender; así pues, nadie debe impedir ese sentimiento protector de los animales. Lo triste sería que el odio a la fiesta no fuera por salvaguardar a las reses bravas, sino por aborrecer el apellido “nacional” de la misma. También es curioso que el mayor rechazo a los espectáculos taurinos se dé en las comunidades donde más arraigo tiene el independentismo. Hay otra particularidad que adorna a ese particular progresismo: no conozco una sola persona “animalista” que, pancarta en mano, salga a la calle clamando contra el sacrificio de los seres humanos en el vientre de sus madres ¿en qué quedamos? ¿Es ese el progresismo que predican?
Las personas que conocen el ganado bravo saben la facilidad que tiene para arrancarse cuando se les muestra un trapo rojo. Se ve que el rojo no es su color. Y conste que conozco no pocas personas que se autodefinen como rojas y son claros entusiastas de una buena corrida de toros. Conociendo la propensión de esas reses, los aficionados a la fiesta nacional no deben imitarlas; es decir, no deben entrar al trapo de los antitaurinos.
Con la crisis de la prensa escrita, la gente lee pocos periódicos de papel. Por culpa de mi DNI, y por ser una antigua costumbre, yo leo varios en sus ediciones “on line”, y compruebo diariamente la “sugestión taurina” de los lectores. Los columnistas escriben su artículo y algunos lectores –más bien, muchos- envían su comentario a los artículos de opinión. Resulta muy llamativo el encono que rezuma la mayoría de ellos. Ya lo sé, en democracia se puede hablar libremente, pero he comprobado que muchos de los comentaristas están esperando la ocasión para afear, ridiculizar u ofender a quien se permite el lujo de no opinar como ellos. Aquí volvemos a la sugestión taurina: son los que están esperando que se mueva el trapo para entrar a él. Es lógico que existan diferentes puntos de vista entre ciudadanos que militan en partidos distantes. Lo que ya no es tan lógico es comprobar cómo lectores que votan al mismo partido –o que provienen del mismo - se desuellan una y otra vez. Sólo les falta la espada de descabello. Después de réplicas y contrarréplicas, suele abandonar la pelea el más educado.
Pasado el 23-J, ha llegado el momento de digerir los resultados. Como es lógico, hay un partido con más votos, hay partidos que han mejorado con relación a las últimas elecciones generales, otros han retrocedido y algunos han desaparecido. Pues bien, un espectador extranjero que llegara a España el 24-J, se volvería loco. Está viendo que el PP, a pesar de ser el más votado, tiene muy pocas probabilidades de gobernar, incluso uniendo sus escaños a los de VOX; que el partido que quedó en segundo lugar puede llegar a gobernar a base de aglutinar los votos de partidos que proponen la destrucción del actual sistema, aunque sumen menos escaños que la derecha. Y no sólo eso, nada más concluir el recuento de votos, antes de saber quiénes estarían dispuestos a colaborar con él y convencido de que los remisos en apoyarle se venderán por un buen plato de marisco y un grueso fajo de billetes, ya se considera vencedor de las elecciones e indiscutible nuevo inquilino de La Moncloa.
No va a resultar fácil salir de este laberinto. Si Feijóo no resulta elegido presidente, el bloque liderado por Sánchez debe pasar por el fielato de nacionalistas, independentistas y adláteres del terrorismo, si quiere vencer la aguja de los 176 escaños. Los “espontáneos” que se lancen al redondel, sabedores de su impunidad, exhibirán su trapo rojo y torearán a la fiera hasta someterla, esperarán que “cuadre bien” para darle la estocada. Si el toro no acaba de morir, sonará el tercer aviso y tendremos que asistir a una nueva feria. El sufrido espectador, tanto del sol como de la sombra, saldrá desengañado, pero volverá a entrar al trapo cuando vea otro aprendiz de maestro vestido con traje de luces. En ese intervalo, lo único claro es que subirá el precio de los abonos. Mientras tanto, el presidente seguirá sacando el pañuelo a su antojo.
De momento, el PSOE clama porque, en el recuento de Madrid, hay un escaño en el aire. Después de rechazar sus recursos a la JEC y al TS, el tema ha llegado al TC. ¡Y ahora, sí!, la Fiscalía de Sánchez –con peritos calígrafos, médicos forenses y alguna túnica empolvada- podrá hacer una faena de dos orejas y rabo. De paso, podían repetir la operación en aquellas circunscripciones –que también las hay- donde la derecha ha quedado a muy pocos votos de un nuevo escaño. Supongo que, en ese caso, estaríamos hablando de una faena de aliño.
Con tanto problema, Sánchez comienza a ponerse nervioso y, sabiendo cómo se las gasta, es de esperar alguna de las suyas. Está desaparecido en combate. Van a conseguir amargarle las vacaciones. Hasta el prófugo le pone firmes. Puigdemont ha pedido el sobrero y se ha plantado en el centro del ruedo al grito de: “¡A ver qué pasa de lo mío!”. Orden inmediata: que la Fiscalía frene ese tren antes de que descarrile en Barcelona. Para calmar las ansias del independentismo, si no queremos perder definitivamente la fiesta nacional, será obligatorio caminar unidos, sin reparos, aunar esfuerzos para sacar a España de este profundo socavón y, por favor, no entrar al trapo del progresismo de garrafón.
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