Para una persona rutinaria como yo, demasiado apegado a mis costumbres, conseguir la sorpresa es un juego infantil. Un simple cambio en las calles que transito me descubre rótulos abandonados, rostros conocidos lejanos de mi día a día y sustantivos que solo viven en una hora específica del periodo estival.
“¿Pero tú no te aburres aquí en Salamanca?” Y mi negativa siempre se hermana con una rutinaria explicación sobre mi deseo de permanecer en una ciudad de provincias con menguantes oportunidades. Deseo de costumbrismo, idealización de una red callejera que comparte la misma disposición que los huesos de mi esqueleto. Quizás la explicación correcta es “comodidad con el espacio”. Conozco los patrones de los semáforos, las baldosas que debo pisar para recortar tiempos y la naturaleza decaída que comparten mis listas de reproducción musicales con los árboles de “mi” calle. Aunque últimamente me gusta considerarla como un “no-lugar” o un mero trámite cuya única función es darle cabida y corporeidad a un trayecto caprichoso. Últimamente también pienso que no debería darle tal denigración nominal, seguramente desmerecida y fruto de una mala lectura de su geografía. Esta denominación que hago sobre un componente tan cercano solo me descubre la falta de gratitud que tengo con el urbanismo en verano. Porque para mí las calles del verano manifiestan su verdadera faceta disgregadora.
Tres verdades: El problema es el cemento; la sombra de los bloques de (in)viviendas es alargada; una frutería no debería ubicarse en una calle estrecha. He descubierto el rótulo de una frutería desaparecida y que creía inventada. Tengo entendido que fui coetáneo a ella durante unos años para que luego pasase a mejor vida. Ahora veo sus colores desteñidos que hablan de una lluvia que nunca mojó las primeras manzanas de septiembre. Descubrí el rótulo como mejor se me da: esperando. Luego pensé en su situación: una calle que solo puede abarcar un peatón movido por la circunstancia, un espacio poco luminoso y preso entre racionales líneas rectas. Y estas líneas vistas por una masa de personas que encontraban más jugosidad en un hipermercado impersonal que en las cerezas del verano. No juzgo a las personas ni a las líneas rectas enladrilladas. En última instancia, juzgo al cemento y a la especulación del suelo. Y con estas certezas, completo imaginariamente el puzle de una ausencia y cuya correcta resolución depende de no haber cometido un fallo cronológico. Pero con algo claro: la influencia de la principal calle estival engulle a la secundaria sin permitir que se defienda
La rutina es paradójica: siempre es igual, no siempre fue igual.
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