Cada quince de agosto, medio país está de fiesta. Posiblemente, la de la Asunción de la Virgen sea la fiesta patronal que celebran más localidades de nuestro país. Fiesta mariana, en el culmen del verano, y fiesta que, hoy, se celebra por todo lo alto, en cada población con sus peculiaridades, porque se juntan en cada pueblo no solo los que residen habitualmente en él, sino quienes tuvieron que emigrar en su momento y aprovechan el tiempo vacacional para volver a su lugar de origen.
Esta vuelta anual, vacacional y veraniega, al lugar de origen de cada uno tiene algo de terapéutico, de cargar pilas, de poner en su punto la temperatura emocional que nos nutre, que equilibra el mecanismo psíquico de todos; pues, querámoslo o no, el origen es uno de los ingredientes que más peso tiene en ese mecanismo psíquico que regula el existir de cada uno.
Es cierto que, tal y como el refrán indica, el buey es más de donde pace que de donde nace; pero el lugar de la nacencia tiene un peso de gran importancia en cada individuo, a lo largo de su vida.
De esa capital importancia que tiene, surgen términos y concepto que hablan a las claras de lo decisivo que resulta el origen, de lo contrario no existirían palabras como ‘desterrado’, ‘trasterrado’, ‘exiliado’ y otras por el estilo, que aluden a cómo, por unos u otros motivos (sociales, económicos, políticos, etc.), se ha tenido que abandonar la tierra natal, la tierra madre.
La tierra madre es un concepto que alude a la tierra nutricia, la tierra que nos alimenta, eso sí, cuando la cultivamos. El cultivo del cereal ha sido clave en nuestro país y ha conformado el imaginario de los cristianos viejos (ay, la cultura del cereal…, qué de problemas nos ha traído –se lamentaba en alguna de sus obras el gran Julio Caro Baroja).
Todo el verano, en todas las áreas cerealísticas de nuestro país, entre las que es muy emblemática nuestra Meseta, las labores de la siega, la trilla, la separación del grano de la paja y el posterior almacenaje del primero en los silos familiares, han configurado el trabajo de miles y miles de campesinos.
Hacia mediados de agosto, tales labores se terminaban y, entonces, aparece la celebración que se realiza a la madre tierra, cristianizada, en este caso, en la fiesta de la Asunción de la Virgen, una fiesta de la cosecha, la fiesta de la cosecha, la fiesta del cereal, la fiesta de los cristianos viejos…
Hoy, tal perspectiva –con el cambio y, todavía más, el vuelco que la sociedad ha experimentado, desde hace ya varias décadas– está desdibujada, ya no somos conscientes de ella.
Pero ahí está. Seguimos celebrando la fiesta del cereal, la fiesta de la cosecha. Y los ritos ancestrales, que antaño se celebraran en nuestros pueblos, de los que aún algunos perviven, le han ido cediendo el paso al bullicio caótico, a la música estridente de las orquestas hasta altas horas de la madrugada y a otras lindezas por el estilo.
Acaso estemos perdiendo más de un norte, naufragando en una deriva irracional hacia no pocos sin sentidos, sin darnos cuenta y, aparentemente, tan felices todos.
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