Agosto tiene una cualidad de suspiro, de fiesta de la virgen, de horas que se roban sutilmente a la luz y al verano. La suya es una presencia de campo recién peinado donde la geometría de las alpacas este año es un lujo apretado, porque el cereal se quedó corto como nuestra aspiración de vacaciones, de mar y agua y la ciudad, quieta de nuevo, luce el cartel de cerrado, lánguida y somnolienta.
A los lados de la calle, los locales tienen un párpado metálico bajado no de descanso veraniego, sino de falta de movimiento. Por suerte en el mío se afana el nuevo barbero rasurando con la navaja de los días, negocio recién abierto que no contempla irse a que se le amontonen las cuotas de autónomo ni los alquileres. Al lado, volvió el de los periódicos y llega el pan, oloroso a buena costumbre, la de comprar un lapicero, ir a la carnicería, hacer cola ante el pescado a partir del martes y ya de paso, cargar –cerrado por la tarde- en la frutería de estas mujeres que levantan el peso de todas las mañanas… y mientras, los pocos bares que van quedando dejan salir un aroma de café temprano, un atardecer de cerveza fría y hasta la churrería, pese al calor, tiene una cola dominical de gentes de la costumbre. Vivo, feliz y afortunadamente, en un barrio de los de toda la vida, donde las gentes se conocen y queda un regusto del tiempo pasado de barros y falta de agua, de calles trazadas con la llegada de quienes dejaron el campo por el trabajo ferroviario o en la fábrica de zapatillas que alimentó a tantas bocas. Y esa pulsión de barrio se nota en las mañanas laboriosas, en la charla bajo los árboles que marcan el paso de las estaciones y hasta la parroquia chiquita se vuelve algo tan familiar como la costumbre.
Agosto tiene un hálito de tristeza porque las expectativas a veces nos quedan grandes y el verano se va entre los dedos del niño que juega en la arena. Y para los que seguimos atravesando las calles, haciendo los encargos del día antes de que arda el asfalto, los cartelitos de cerrado por vacaciones nos hacen sonreír y dar un rodeo. Nos vamos al pueblo a disfrutar de la fresca, a la fiesta de la virgen, al mar ansiado de todas las playas llenas y, sin embargo, algo nuestro se queda en la rutina de los rituales, en ese paso calmado de un tiempo sin horarios. Agosto tiene esa suavidad que nos empuja a iniciar el curso, a recordar lo finito de nuestros afanes, pero así, con el calor de la siesta, con el helado del postre, con el calendario sin prisas, la fiesta de pueblo, el tiempo que pasa y como un vestido de verano… no pesa.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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