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La parroquia de Puente Ladrillo, a la vera de la fe ferroviaria
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Itinerarios salmantinos

La parroquia de Puente Ladrillo, a la vera de la fe ferroviaria

Actualizado 04/08/2023 11:21

"Bajo el sol, ante el objetivo de Amador, brillan pulidos los ladrillos que trenzan el suelo del pequeño puente sobre las vías que unen Madrid con la Salamanca vecina de campos recién segados"

Bajo el sol, ante el objetivo de Amador, brillan pulidos los ladrillos que trenzan el suelo del pequeño puente sobre las vías que unen Madrid con la Salamanca vecina de campos recién segados. Aquí todo parece detenido en el tiempo, suspendido en el calor: las casitas bajas de los ferroviarios a pie de vía junto los talleres de reparación, las calles trazadas con la medida de dos carros donde vivían gentes esforzadas que levantaron sus hogares, en ocasiones de forma ilegal, en terrenos que fueron de fincas o del tren. Ese tren en el que llegaba de Peñaranda Tomás Gil, quien sabía que se acercaba a Salamanca cuando veía el pequeño puente rojo que se hiciera para el paso de las ovejas de la trashumancia. Puente reconstruido, cuyo ladrillo original guardó el cura Romo y ahora está colgado en la iglesita de la Asunción donde ahora oficia misa el Director del Patrimonio Artístico de la Diócesis, Tomás Gil.

La intensa luz entra en la parroquia levantada por un maestro de obra, un aparejador y las manos de las gentes, a través de las vidrieras recobradas de la capilla del Ambulatorio. Aquellas que tanto defendiera el pintor Andrés Alén y que también lucen ahora en el Museo del Palacio Episcopal. Concebidas por Germán Caballero y realizadas en el taller de Vaquero Turcios, su geometría moderna es muro de alegría para este espacio recogido, vecino de la escuela y la guardería cuyas puertas Antonio Romo siempre dejaba abiertas para aquel que precisara cobijo. La historia de este barrio, como tantos de Salamanca que ha enhebrado en un magnífico y emotivo poema Chema García, está ligada a la parroquia, a la lucha vecinal. Es esta una parroquia levantada por el empeño del párroco Heliodoro Morales, vicario de Santi Spíritus, que llegó a la Asunción, primero situada en la calle Colombia, para encontrar a una población que se instaló en Puente Ladrillo con el empeño de progresar y la gracia de la solidaridad y cercanía propias de su origen campesino. Era un pueblo este barrio de calles donde campaban las gallinas, el que recibió después al cura Romo y a Francisco Buitrago, y convirtió con ellos la periferia junto al tren en uno de los barrios más carismáticos de Salamanca que recientemente ha peleado para que su nombre aparezca en el autobús urbano en el que llegamos: Puente Ladrillo.

Y de ladrillo rojo son las paredes de esta iglesia pequeña plena de detalles, hechos al amor de la acción de los vecinos que rezan frente a un Cristo traído de la parroquia de donde vino el cura don Heliodoro. Cuentan las historias del barrio que llegó en autobús y los pasajeros se hincaban ante la talla magnífica del XVI, cuya cruz no original se hinca en un monte de madera, cercano a la gente, Cristo de los Ferroviarios que en una versión pictórica alzó el pintor muralista Genaro de No a un lado del presbiterio, pintado con estigmas en sus manos de las que salen las cadenas que nos atan y se rompen con su sacrificio, y que, posteriormente, colocaron en la figura de la talla. Cristo con hechuras que nos remiten al genio del muralista, magnífica anatomía de hombre joven, sus manos y pies, tan expresivos y su elevación, digna de la fe de un artista siempre original. Anterior a la magna obra del altar de la iglesia nueva del Arrabal del Puente, Genaro de No practicó en esta pequeña parroquia modesta, a la que regaló su trabajo, la concepción de su particular visión de la Trinidad y su concepto del Cristo muerto y resucitado que después también trabajaría en el Vía Crucis del Hospital Clínico de 1975.

Si en la iglesia del Arrabal que levantó su padre, el arquitecto del mismo nombre, el artista posó a Dios Padre y al hijo crucificado sin Cruz sobre una paloma, en el Puente Ladrillo, ante un fondo verde, el Espíritu Santo sostiene las Tablas de la Ley que no son libro, sino barranco pétreo tan querido por el artista, con las inmensas manos del Padre que las sujeta y en cuyo interior se eleva el crucificado, eje de todo, rendido al martirio. Un Cristo que la historiadora del arte, Montserrat González García, define con su mirada sabia y particularísima: “Sus formas anatómicas, expresivas y la profunda espiritualidad que destila esta imagen la convierten en uno de los más enigmáticos crucificados realizados por Genaro de No”.

Y no hay sacrificio sin resurrección. Como en el magistral Vía Crucis, felizmente salvado de la Capilla del Hospital Clínico, el Resucitado se eleva en la iconografía del pintor, luz y brazos abiertos que al otro lado del presbiterio de No alzó ante los ferroviarios: el hombre con sus botas y su martillo y la mujer, antes dedicada al hogar y a los hijos.

Ambos muros, son las dos hojas de un icono sobre la piedra que se completa y cierra con humildad, muerte y resurrección, ascensión y asunción frente a las gentes sencillas. En el barrio de los obreros del tren, la espiritualidad de su iglesia se hace materia: un riel de madera sostiene las sagradas escrituras, y levantan las traviesas la antiquísima pila bautismal de piedra. Tren que pasa tras el altar donde, a instancias de Tomás Gil y Juan Andrés Martín, el artista misionero claretiano Nino Cerezo pintó las tablas de una inocencia cercana a la gente, estilo colorido y propio de la Teología de la Liberación que en este barrio fue lucha social y parroquia, fuente común de la que se recogía el agua para beber, agua que consiguieron cavando hasta el depósito de Campoamor, gentes esforzadas. Gentes cercanas que recibieron en procesión a la virgencita de la Asunción venida del Alto del Rollo y sus monjas, gentes a las que el pintor de No regaló no solo su trabajo, sino una muestra de su humor sabio y socarrón: a las Tablas de la Ley le faltan dos mandamientos… el sexto y el décimo. No cometerás actos impuros… no codiciarás los bienes ajenos… aquellos pecados que habían sido fuente de tremendos castigos y que en la mentalidad del pintor no eran merecedores de tanto ¿Cómo no codiciar cuando no se tiene nada? Tiempos en los años sesenta de cuestionar y de crear una nueva visión cercana a la fe, tan cercana como la pintura de Cerezo, como el mural de un artista generoso y solidario cuya obra guarda el muro de ladrillo junto al tren.

El tren que mece a su paso la parroquia de los obreros de la fábrica de zapatillas, de la carpintería, de las traviesas de madera… Es el eco de las máquinas que marcaron el progreso avanzando sobre los surcos del campo que se hacía ciudad a medida que se levantaron los edificios altos, los parques, los servicios de un barrio cuyo origen quedó apretado contra la vía mostrando aún hoy su naturaleza de pueblito, su ropa al sol, su muro blanco, su esforzada feligresía en torno a los raíles de madera que sostienen la palabra, la tarea pastoral de los curas que se arremangaron para ser uno con la gente de barrio, del barrio de Puente Ladrillo. Devoción de calle, de silla al sol, de niños que corren, a Dios rogando… obras son amores… Vida de jubilados a pie de pared que se eleva con la filigrana de cemento y cristal de la vidriera recobrada. Luz en el objetivo de Amador que recorre la geometría que se inclina sobre el hombro del Cristo sufriente… el de Genaro de No, el de la hermosa talla de los ferroviarios, madero que cargar con las manos de todos. Solidaridad tendida al sol de los tiempos, ladrillo en puente convertido para pasar la vía, la vida compartida.

Charo Alonso. Amador Martín.