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Satanás en la orilla
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COLES DE BRUSELAS, 61

Satanás en la orilla

Actualizado 07/08/2023 07:49
Concha Torres

Con todo lo que me quejo del ruido, habrá quien piense que me he criado en un monasterio tibetano, y nada más lejos de ello. Me hice mayor de edad en bares donde la máquina del café era un avión a reacción que combinaba sus resoplidos con la televisión a todo trapo (a la que nadie hacía caso) y la tragaperras dando premios con su soniquete de marimba de feria. Las mañanas de mi infancia eran las de los repartidores de bebidas descargando camiones, las bocinas sonando a la menor ocasión y el butanero pegando gritos para ver quién necesitaba una bombona.

Fui a cientos de verbenas de pueblo, bailé (malísimamente mal) en muchas discotecas donde los decibelios eran similares a los de una trinchera de guerra y acompañé a mi padre en muchos domingos de caza (por cierto papá, lo de la caza es la única cosa que tengo que reprocharte) donde con cada tiro se me encogía el alma doblemente: por el animal muerto y por el disparo en sí. No es el ruido algo ajeno; lo aguanto con creces porque he crecido con él en un país donde, recordémoslo una vez más, el ruido es un derecho humano que no está recogido todavía en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea porque los españoles no hemos conseguido convencer al resto de los 27 países firmantes de incluirlo, pero con un poco de persuasión quizás hasta lo logremos, cosas veredes…

Ahora bien, en lo que España consigue convencer al resto del planeta de que ese ruido es un derecho ciudadano, nos queda la esperanza de poder disfrutar de ciertas cosas, si no en silencio, al menos con tranquilidad. Una de ellas es el café de la mañana que, también a mi juicio, debería ser un derecho humano. En las pocas semanas al año que paso en mi refugio playero, esta comienza a ser tarea complicada: si me quedo en casa tengo que soportar desde horas tempranas las conversaciones en estéreo de los mal llamados teletrabajadores, que no son más que una panda de voceras que dicen que trabajan, pero en realidad se pasan el tiempo dando gritos por un móvil o frente a una pantalla de ordenador a la que también le gritan. Si voy al pueblo a disfrutar de mis idolatrados churros y de la sabiduría y el amor que mutuamente nos profesamos mis churreros y yo, siempre hay algún percebe que se empeña en gritarle a un teléfono móvil poniendo a parir a su suegra (por ejemplo) lo que me lleva a preguntarme si los móviles en España vienen de fábrica con el volumen aumentado, toda la población está sorda y, además, sufre una falta de pudor considerable sobre el contenido de sus conversaciones.

Y dejo para el final la tercera opción, que es tomarme el café a la orilla del mar con mi venerable madre, en una de esas cafeterías de paseo marítimo que son cada vez más escasas porque todas quieren ser coctelería con disc jockey (invento ruidoso este último como no podía ser de otra manera) y solo abren en horario de tarde. El domingo pasado nos levantamos de una de las pocas que quedan porque reinaba en el centro del establecimiento un altavoz desde donde rugía un predicador, evangelista supongo, advirtiéndonos a todos de la inminente llegada de Satanás, imagino que también a la playa. A los demás parroquianos no parecía molestarles demasiado el mensaje y proseguían untando de aceite su tostada; y yo deduzco que es por la propia costumbre de los españoles al ruido, que les da igual que sea el Carrusel deportivo que la venida de Satanás a la orilla por culpa de nuestros muchísimos pecados. Me pregunto el caso que le hacen a otros mensajes que en las últimas semanas, por mor de una minucia llamada “elecciones” se oyen por radios y televisiones; si lo consideran el ruido que acompaña al café o se fijarán en muchas de esas palabras que, tienen su importancia y su mensaje, bastante más crucial para nuestras vidas que el advenimiento de Belcebú.

Tengo que madrugar cada día más para conseguir que el café mañanero tenga como compañía al silencio, ese pobre olvidado de los lugares playeros; y en mis paseos de tarde, miro al horizonte no sea que entre dunas y mareas aparezca Satanás dispuesto a propinarme el castigo que merezco por no ser más tolerante con los ruidosos.

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