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Historia de unas llamas
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Historia de unas llamas

Actualizado 13/07/2023 14:39
Álvaro Maguiño

Si observamos una llama y tratamos de dilucidar su contorno, de diferenciarla del fondo y de comprender su agitación, toparemos con una insoportable verdad: no se parece a nada de lo que hayamos visto antes. Su movimiento ascendente, su color temperamental, su dificultad para poseer una sombra y el filo de su nacimiento, que es también causa de muerte. La llama precisa la corporalidad.

Para el Greco, la inestabilidad de la llama no era un tema ajeno ni baladí. Era un elemento vibrante cuyo polifacético y magnético perfil podía comprender, incluso transformar en livianos cuerpos. Las figuras pintadas por el Greco en sus etapas más personales y alejadas del manierismo de la escuela veneciana, definidas por algunos como “fantasmagóricas”, tienen un parecido sorprendente con una combustión. Se estrechan hacia la cúspide, exponen sus colores más brillantes y se consumen en un fondo ilusorio tibiamente, únicamente roto por una aparición divina. Contemplaba por primera vez este particular incendio intencionado en un lienzo que representaba La Anunciación, una de mis temáticas favoritas en el arte. En un nivel inferior, encontramos a María, arrodillada ante un atril sobre el que reposa un libro a medio terminar, se gira ante la presencia del arcángel Gabriel, encaramado en una nube y eligiendo las palabras precisas para darle el mensaje. En un nivel superior, un grupo de ángeles presiden la escena acompañados de instrumentos. Y entre ambos niveles, la paloma del Espíritu Santo desciende audazmente rasgando la oscuridad de la habitación. Y en el suelo –tras un cesto con telas que considero alusivo a una dignificación del trabajo doméstico y, con ello, una representación de la naturaleza humana de María— donde esperaba encontrar un tarro con azucenas, símbolo de la pureza de la Virgen, topaba con una especie vegetal extraña cuyas flores se alzaban victoriosas entre espinas. Es aquí cuando la mente entra en contradicción entre lo que uno espera ver y lo que encuentra. Una primera fase de negación: “las azucenas están pintadas por una mente que espera ver llamas”, una segunda fase de adaptación de la mentira: “no son azucenas, son calas” y una tercera fase de aceptación ante lo innegable: “es una zarza ardiente”. Sin las flores estrelladas, con hojas dentadas y unas espinas al acecho, la realidad se hacía patente. Aquello que veía retorcerse en la oscuridad terrenal era un arbusto alcanzado por el fuego, aunque sin consumirse, sin ascuas. La llama conviviendo con el cuerpo.

El tema de la zarza ardiente aparece en el Antiguo Testamento. Moisés se hallaba pastoreando cuando avistó una zarza que ardía sin perecer, la cual, al acercarse Moisés, reveló su identidad divina. Irradiando luz, calor y palabra; sin depredar al relicario y glorificándolo. En el fondo, una representación de la virtud que se encuentra en todos los cuerpos independientemente de su forma y se manifiesta en el momento idóneo. La aparición de la misteriosa zarza ardiente en La Anunciación de El Greco y, recordando que es el primer pasaje cronológico del Nuevo Testamento, se interpreta como una prefiguración de la virginidad de María, en consonancia con el misterio representado. Del mismo modo que la zarza estaba en llamas sin consumirse y era portadora de un mensaje, María acepta a Dios en su seno sin corromperse. De esta manera, se establece un paralelismo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, siendo el arte el mejor instrumento para demostrar esta continuidad.

A través de la lectura de estas obras, podemos poner a prueba nuestra comprensión de la realidad. La actitud llameante de los cuerpos “grequianos” es un acercamiento sorprendente a la verdadera forma del humor humano. Adivinamos sus formas como el que apaga una endeble cerilla, empezando por la parte más luminosa y cálida y terminando con un humo que asombra por su frialdad. Contemplar una obra del Greco más personal es presenciar un incendio del alma.

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