Y si querían bocado más exquisito, no dudarían en salir a cazar esos lagartos ocelados de color verde esmeralda, tan abundantes en Extremadura y hoy especie protegida, blancos y sabrosos, que aliñarían con lo de siempre: ajo, aceite, pan frito y un poco de vinagre.
También los arroyos y las pozas traían su diversión al paladar en forma de truchas moteadas con carne prieta y grasa que sólo había que asar para comer con los dedos, espolvoreadas de sal; o de pencas, hechas en caldero con su pizca de azafrán.
Y de las charcas y lagunas, venían las ranas burladas al pico de las cigüeñas cuyas ancas al ajillo distraían las largas noches del verano. O las ratas de agua, limpias y con gusto a anguila, deliciosas con patatas o con arroz.
Y algún pastor habría experto en guisar caracoles con guindillas picantes o en caldo de poleo, ajo e hinojo silvestre que sus compañeros sorberían, mojando después pan en el caldero hasta acabar con la salsa.
Imagen Santiago Bayon Vera
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