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De envejecer y no entender
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COLES DE BRUSELAS, 59

De envejecer y no entender

Actualizado 07/07/2023 13:51

Desde hace años, me cruzo en el supermercado cercano a mi casa con una amable señora bastante mayor y muy pequeña de estatura. No nos hemos presentado la una a la otra pero no hace falta; ambas nos sabemos vecinas y, por lo que deducimos, frecuentadoras del súper a las horas raras en las que nadie va. Ella me suele pedir muy a menudo que le alcance las cosas de las estanterías de arriba, donde se encuentran una serie de productos que ya sé que son de su consumo habitual: pan de molde de una cierta marca, tila, latas de maíz, rollos de papel de cocina. El marketing moderno presume de cambiar los productos en las estanterías para obligar a los clientes a buscarlos, pero yo les aseguro que llevo años alcanzándole a mi vecina esas cosas sin que a nadie se le haya ocurrido bajarlas a la estantería inferior. Me sonríe dulcemente y me da las gracias, yo le deseo un buen día porque en estas tierras nórdicas es de recibo hacerlo y así hasta la siguiente coincidencia. A veces también me la cruzo por la calle, pero ahí no solemos saludarnos; ella parece tímida y creo que ha interiorizado que nuestros intercambios de palabra deben limitarse al susodicho supermercado.

Vivimos en un barrio con poca tienda más allá de lo necesario; y esas pocas tiendas, en pocos años han cerrado (algunas hasta dos veces) y dado lugar a otros negocios que nada tienen que ver con sus predecesores: el video club se convirtió en un garito para hacerse las uñas (habrá suficientes uñas de manos y pies en toda la ciudad para tanta manicura? ) la farmacia dio paso a una tienda de ropa de marca rebajada y el kebab se convirtió en pizzería; el triple salto mortal vino con la transformación de la sucursal bancaria en una tienda de productos reciclados que parece tener poco público, por ahora; negocio este, ecológicamente loable, pero que me digan lo que quieran: los que no compramos, no compramos nada y a los que les gusta comprar, les gusta comprar cosas nuevas. Un poco más allá en la misma calle había hasta hace poco una funeraria; ese negocio que mi padre envidiaba porque decía que nunca faltaban clientes. Pues bien, la funeraria quebró, o cerró o vaya usted a saber y en ese local acaban de abrir una tienda de patinetes. Sí, sí, esos patinetes que de chicos eran el purgatorio de obligado cumplimiento antes de conseguir la bicicleta y que ahora se han convertido en saetas volantes que circulan a más velocidad de la permitida, saltan de la acera a la calzada y serán causantes de una epidemia de obesidad, porque ni siquiera hay que empujar con el pie.

Hace unos días me cruzo delante de la puerta de la que fue funeraria con mi vecina de pequeño tamaño y yo, apresurada camino del trabajo y sabedora de que no le gusta saludar, hice un leve gesto de saludo con la cabeza, pero esta vez, la señora tenía ganas de charla. Se quejaba de la desaparición de la funeraria a la vez que el banco (dos pilares fundamentales de nuestras vidas) para poner (en francés en el original) “estas tiendas modernas llenas de cosas inservibles” … ¡Y qué razón tiene la señora! A ella, mejor servicio le hacía la ventanilla bancaria e incluso el cajero automático, que ahora tiene el más cercano a casi un kilómetro; la funeraria será un servicio no deseado, pero en cualquier caso más útil que el patinete al que con su venerable edad jamás se va a subir; ni yo tampoco. Dice que no entiende nada de esto de los comercios que se cierran y se pierden y me recuerda que también quitaron la panadería para abrir un “American Diner” al que tampoco vamos porque solo venden café en vasos de cartón y donuts que son como cócteles Molotov de calorías. Ella no lo entiende y yo, en mi camino al trabajo, me dije a mi misma que tampoco lo entendía.

Dice el proverbio chino que se empieza a envejecer cuando se deja de aprender, que probablemente será verdad; pero la vejez también tiene una previa, como las bodas modernas, que empieza cuando comenzamos a no entender muchas de las cosas que acontecen a nuestro alrededor; y a mí ya me está pasando. Se empieza por no entender las letras del Reguetón, la obsesión por agujerearse la piel o alimentarse de alpiste y a partir de ahí, lo que no se entiende es una bola de nieve cada vez más grande. A ver si lo comento con mi vecina el próximo día que me pida en el súper que le alcance el pan de molde.

Concha Torres

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