Hubo un tiempo, que parece ya muy lejano, en el que, debido a la pandemia del covid 19, estábamos confinados en nuestros domicilios, cada día fallecía por su causa el equivalente a un avión lleno de pasajeros y en el que terminaron generalizándose las mascarillas.
Salíamos a las ventanas y balcones a aplaudir a nuestros sanitarios y demás trabajadores de todo tipo de servicios, que mantenían el hilo vital de todos. Al tiempo que tales aplausos y tales diarias presencias en ventanas y balcones constituían un símbolo de vinculación y de pertenencia a una comunidad, a una sociedad.
Y terminó generalizándose el uso de las mascarillas, como prevención contra los contagios del virus; unas mascarillas que, al principio, escaseaban y con las que se realizaron, en algunos casos, negocios no del todo limpios ni aclarados incluso hasta hoy. Incluso, algunas farmacias comenzaron a cobrarlas a precio de oro, como si fueran artículos para príncipes.
Unas mascarillas que, como ocurre siempre con todo lo humano, además del valor de su utilidad, terminaron adquiriendo el del adorno. Se vio la ocasión de embellecer los rostros con la elegancia del negro, o con los más diversos tipos de estampados, a través de los que, incluso, se transmitían determinados tipos de mensajes.
Las primeras salidas de los domicilios, con trayectos limitados respecto al domicilio de origen y con tiempos también exiguos, constituyeron –lo recordamos bien– manifestaciones de euforia. Se salía de la reclusión y existía la posibilidad de comenzar a ver físicamente a familiares, amigos y vecinos.
Vendrían después las vacunas, con su correspondiente picaresca –algo, por desgracia, ay, tan español, y que no somos capaces de erradicar de entre nuestros vicios– por ver quién se la ponía antes, porque era la vida lo que estaba en juego. En alguna comunidad autónoma, de los primeros de la fila fueron el consejero de sanidad y sus familiares. Ay.
Pero, después, cuando nos tocaba, guardando colas kilométricas, terminaríamos poniéndonos todos las distintas dosis de la vacuna. Creemos que nuestro gobierno –pese al ruido y la furia interesados– lo gestionó, en líneas generales, cabalmente bien. Lo que hoy no se le reconoce por parte de sectores variados. Los intereses de todo tipo han de estar por delante; si no, no seríamos lo que somos.
Y hoy ya el gobierno nos ha eximido, como cierre del ciclo de la pandemia, de llevar las mascarillas incluso en hospitales y farmacias; pese a ser conveniente, por prudencia, llevarla aún en los centros hospitalarios.
Pero vivimos tiempos de otro tipo de mascarillas. Las coaliciones vergonzantes de estos días, con el fin de ocupar el poder al precio que sea, saltándose todas las líneas rojas, primero se enmascaraban, pero, en las fechas en que estamos, ya se realizan sin ningún tipo de pudor.
La salud de nuestra democracia, por lo que se está viendo (proclamas, censuras, puesta en entredicho de determinadas libertades), parece estar en peligro en este tiempo que estamos viviendo.
Seguimos necesitando las mascarillas de la tolerancia, de la convivencia, del respeto por las opciones de los otros, de la moderación en el lenguaje (evitando descalificaciones, insultos, improperios y otros virus), del respeto y afianzamiento de los derechos civiles y sociales ganados…
De lo contrario, iremos para atrás, a ese país triste, cerrado, dogmático, intolerante y en blanco y negro… que ya conocemos y bajo el que pasamos nuestra infancia, adolescencia y juventud.
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