Apuntes sobre el espacio

Fijemos un espacio de 9.500 m². Finjamos ahora que la luz artificial ha construido una sala cuadrangular sin solución de continuidad. Una sala que es una reunión, el acto puro de aglutinar unas variantes causales en su máxima expresión. Un suelo con un gris de infantil lápiz, una reja férrea delimitante, una doble altura que funciona como un encabalgamiento poético, unos colores vivos que no son más que orquestados instrumentos, dos paisajes que no superan los 1.000 m². Un espacio que ha trabajado por sí mismo para que lo pisaramos.

Si seguimos las formas que traza la antigua cárcel provincial, actualmente el Da2, hallaremos un deseo de reconversión. Las líneas rectas convergen en un momento de silencio palpitante. Allí, en el lugar central, es donde se entiende que el espacio es un organismo vivo, susceptible a ser sustituido por una conversación con aire extraño y que no busca otra cosa que demostrar su presencia novedosa. Un huésped que no quiere más que aburrirse acompañado. Un huésped que emplea su quinto puesto en la conversación para ofrecer un nuevo punto de vista y que encuentra en nuestra expresión popular una huida de su nueva cotidianidad. Es aquí cuando el espacio empieza a funcionar. Se rebela en su trabajada grandiosidad, en sus paredes blancas sin personalidad y en la potencia expresiva de una escalera que es significado sin significante. 1.000 m² para que cinco jóvenes de la misma quinta, concurrencia del juego numérico, coincidan en 2 paisajes esparcidos. Un enclave dormido, dominado por unos jóvenes que descubren que la ciudad es un tranquilo juego plástico donde pueden pasear, hablar del tiempo y tratar qué los ha llevado a quedarse quietos ante en ese bloque macizo de color verde. Todo sin saber que continuarán encontrándose en ese espacio creado para que importe el sujeto más allá del verbo urbano. El espacio ha sido conquistado por una conversación de banalidades sesudas, bromas internas y el lenguaje impostado que deberá morir ese mismo día. Los paisajes han sido integrados en una búsqueda de coincidencias propia de los recién convertidos en interlocutores. He supuesto que se trata de un homenaje particular a Godard, a su Bande à part, donde el espacio, que por culpa de un presupuesto ajustado de la productora no ha podido ser el Louvre, no es más que una excusa para desgarrar el anonimato de una persona que se refleja en el cristal protector de alguna obra. Una persona que habla de su necesidad constante de comunicación, de la vida que ha cambiado y su presencia, ligada a la temporalidad. Una conversación que gira en torno a los entornos involuntarios

Quizás me equivoco, nunca conquistaron el espacio, sino que se incorporaron a él, jugando a entender sus formas perfectas. Porque nunca se encontraron, sino que se reunieron. El museo estaba cumpliendo su función como espacio ligado a la experiencia humana, donde los pasillos están más cerca de las calles y las obras que comentaban superficialmente eran recuerdos de una experiencia tangible. El museo, lugar dedicado a las musas, debe estar enfocado siempre a los diálogos que pueden ocurrir en él. Un museo sin interlocutores es un no-lugar.