Cuando estoy tan concentrada disfrutando de la representación teatral de La casa de Bernarda Alba, pendiente de los diálogos de Lorca, de la expresión corporal de las personas que actúan, de sus gestos, de sus negros atuendos y sus semblantes encorsetados como requiere la función, suena un móvil que me saca de la escena, del teatro, de la magia, me extrae del universo en el que estoy participando activamente y me lleva al otro tono, y al otro y al otro porque, no sé si por dejadez, por ineptitud, por falta de respeto, el móvil insiste e insiste sin que la persona que lo tiene apague su voz hasta que repite diez veces su quejido.
Al volver la mente a la tarima ya se ha perdido el diálogo. Es ya irrecuperable. (No sé cómo, quienes actúan, pueden continuar con sus cinco sentidos, dentro de sus personajes, sin inmutarse con las interrupciones. Espero que no sea porque ya se acaban convirtiendo en costumbre).
Lo cierto es que, durante la hora y pico que dura la obra, suenan distintos teléfonos, cuento hasta once, a pesar de haber recordado su desconexión una voz en off antes de iniciarse la representación.
Este hecho lamentable ocurre en cualquier otra actividad, da igual si es una conferencia, la presentación de un libro, el cine, un concierto…
Los móviles se han convertido en absolutos protagonistas de todos nuestros escenarios, de cada uno de nuestros actos; incluso aunque no suenen, encienden sus luces, como luciérnagas, con un total descaro en las butacas, delante de nosotros.
Para ver qué.
Con cuánta urgencia.
Con qué necesidad imperiosa.
Suele comentarse, con bastante frecuencia, la dependencia que los adolescentes tienen de estos aparatos que han copado la vida en todos los ámbitos, desde el académico o laboral hasta el privado, metiéndose en cada conversación. Pero cada día vemos a personas de edades muy diversas, incluso peinando canas, que no pueden pasar un segundo sin mirar la pantalla, estén donde estén.
La falta de respeto adquiere protagonismo, y la excusa de una necesidad o una premura, que son completamente falsas, se prioriza para justificar lo que no tiene explicación.
Hemos conocido etapas en las que no había teléfono en los domicilios, y cuando los había, solían estar en el salón en el que todos habitaban; las llamadas eran cortas para no molestar la convivencia y porque otros miembros de la familia también necesitaban usarlo; además, aunque hubiera más de un aparato en la vivienda había que colgar uno para poder usar otro, pues sólo había una línea. Facilitó mucho la vida, y a la vez se requería un uso racional. El resto del tiempo no estábamos localizables, nadie nos llamaba ni nos requería. Y nada nos pasaba.
Los tiempos cambian y la vida evoluciona, hoy día vivimos instalados en el mundo de la prisa y lo inmediato. Pero en ciertos lugares se toman medidas para minimizar el abuso de la conexión instantánea. Algunas universidades, por ejemplo, para evitar interrupciones y fomentar la concentración en la actividad, tienen carteles prohibiendo el uso de móviles, de forma que si sonaran serían requisados al alumnado hasta terminar la jornada.
No podríamos entender el mundo actual sin nuevas tecnologías, que nos facilitan las cosas y nos permiten estar permanentemente conectados. Pero tampoco podemos comprender una sociedad absolutamente pegada, sin remedio, a los teléfonos, como si no existiera otra forma de vida, pues en escasas ocasiones las llamadas precisan tan extrema urgencia.
Cada vivencia, para formarnos, debe tener su tiempo de reposo. Cada película, cada obra de teatro, cada conferencia, clase, exposición, concierto, conversación, nos empapa por dentro, invita a la reflexión, a construir nuestro andamio personal e intransferible que nos va haciendo despacio en el camino de la vida. Interrumpir ese bello proceso a cambio de nada no tiene mucho sentido.
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