Miércoles, 25 de diciembre de 2024
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"El infierno es no amar"
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"El infierno es no amar"

Actualizado 05/06/2023 07:59

Dios tiene corazón. Al hablar del Padre podemos resaltar muchos conceptos, pero yo he escogido, principalmente, el del amor, ya que Dios es amor, es decir, tiene corazón. Dios es amor, o mejor, Dios es amar. Dios es amor, así nos lo ha recordado Benedicto XVI en su primera encíclica. De esta experiencia han vivido los seres humanos. De esta absoluta verdad está convencido san Bernardo y llega a exclamar que Dios es Amor y nada creado puede colmar a la criatura hecha a imagen de Dios, sino Dios Amor, solo él es más grande que cualquier criatura. Quien ama a Dios no conoce de medidas, de tiempo, de regateos, ama con toda el alma. “La medida que se ha de guardar en amar a Dios, es amarle sin medida” (san Bernardo). Y quien ama vive centrado en el presente, confiando en Dios, sin darle vueltas al pasado, que ya pasó y sin agobiarse por el futuro, que no sabe cómo será. Para hacer esto realidad, sería bueno tener en cuenta el ideal de San Maximiliano Kolbe: “Entrégate a la Providencia y queda en paz. Vive siempre como si este fuera el último día de tu vida, porque el mañana es inseguro, el ayer no te pertenece y sólo el hoy es tuyo”.

Pero, ¿cómo se ama a Dios? San Agustín se preguntaba ¿a quién estoy amando cuando amo a Dios? La respuesta es bien clara: al ser humano. “Si alguien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4, 21), pues ya se sabe que “quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4, 20).

“El amor es una palabra que por mucho que se diga no se repite nunca” (Bossuet). Pero, como bien ha dicho Benedicto XVI, “la palabra amor está hoy tan deslucida, tan ajada, y es tan abusada, que casi da miedo pronunciarla con los propios labios”. Sin embargo, habrá que retomarla, purificarla y volverle a dar su mejor y más espléndido significado. El amor es lo más importante y es lo único que se debería enseñar. Sólo hay un pecado: el no amar. El amor cubre multitud de pecados (1P 4, 8); sin él la humanidad acabará por destruirse. Ya lo dijo el poeta W. H. Auden, “Tenemos que amarnos los unos a los otros o morir”. “Estoy convencido, decía Dostoievski, de que el único infierno que existe es la incapacidad para el amor”. El cielo está donde está Dios y hay amor, “el infierno es no amar ya” (Georges Bernanos).

Merece la pena amar. Thornton Wilder al final de El puente de San Luis Rey, nos dirá que nosotros mismos seremos amados durante un tiempo y olvidados. Pero el amor habrá bastado; todos esos impulsos de amor vuelven al amor que los originó. Ni siquiera la memoria e necesaria para el amor. Hay un reino de la vida y un reino de la muerte, y el puente es el amor, la única supervivencia, el único significado.

A los padres les corresponde la tarea de educar a sus hijos en el amor a Dios y al prójimo. Es un compromiso que se debe realizar en las cosas pequeñas de cada día y aparentemente intrascendentes. Lucille Iremonger, en su obra The fiery chariot, sostiene la teoría de que la falta de amor en la niñez plantea unas exigencias en ciertos muchachos de talento que los lleva hasta los límites de realizar verdaderos esfuerzos. Andan solícitos en busca de atención, de aplausos y de homenaje, con tal de llenar el vacío irrellenable de sus años faltos de amor, ya que esa ansia de acogida es el mecanismo inconsciente de sus destinos.

Todos debemos comprometernos en esta tarea, en la de amar de verdad, para que en la tierra florezca todo lo hermoso y lo bueno. Será entonces cuando las manos serán una extensión del corazón; entonces sentiremos el palpitar de las flores; entonces la fe, la esperanza y el amor serán el pan de cada hogar; entonces el amor y el perdón caminarán juntos y la hermandad será hija de la tolerancia y comprensión; entonces los seres humanos se darán cuenta de que Dios camina con ellos. Entonces seremos una nueva humanidad, pues es cierto que “Todos y cada uno de nosotros somos ángeles con una sola ala y únicamente podemos volar abrazándonos los unos a los otros” (Luciano de Crescenzo).

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