Desde que llegó, no ha hecho más que subir cajas y más cajas. Siempre se acuerda de flexionar las rodillas antes de cargarlas, manteniendo la espalda recta como un palo para que la columna no sufra.
Las va apilando en la habitación pequeña para no colapsar el resto, colocando junto a cada pared las que tienen letreros similares.
Cuando iba metiendo las cosas hace unos días, tuvo la precaución de escribir etiquetas con colores diferentes. Eso le va a facilitar muchísimo la tarea y la organización, ganando bastante tiempo en esta situación tan… latosa que supone ir con la casa a cuestas como un caracol.
El día ha amanecido muy soleado, igual que está siempre su corazón. Todas las ventanas están abiertas, como sus sueños. Le gusta ventilar y evitar los calores de la mudanza.
Como no tiene muchas cosas (nos pasamos la vida deseando tener de todo, pero un día nos damos cuenta de que ese “todo” nos sobra, porque lo realmente importante no lo compra ni lo vende el dinero) no ha contratado un servicio de mudanzas. De casa amueblada a casa amueblada, pensó. Si… total, son cuatro chismes…
Y, ahí empieza, con todo ya repasado y limpio de ayer, a desembalar, comenzando por lo más fácil. Llena los cajones del armario, todo impecable y tan doblado como lo guardó antes de venir. Cada cosa ocupa un espacio. Qué importante es el orden, reflexiona. Si todo estuviera tan bien organizado como sus pertenencias, el cosmos sería un agradable lugar para vivir, cada objeto su sitio, cada cosa su función, todo operativo y práctico, facilidad de vida, al menos en aquello en lo que cada uno podemos controlar.
Después, todo lo de colgar, el gran invento de las perchas, una prenda en cada una, por tonos…
Jerséis, zapatos (siempre demasiados zapatos), abrigos, vestidos, deporte… Sábanas, toallas, albornoz… Ya va cogiendo el armario olor a suavizante, la casa poco a poco ya se va haciendo suya. Y qué holgado queda todo… Siempre un traslado es una ocasión de deshacerse de lo innecesario como de una piel escamada.
Después, todo lo de escritorio. Ese olor a lapicero, ese arco iris multicolor metido en un gran tarro, tan dispuesto a cualquier nota rápida, carteles, letreros, recordatorios, decoraciones diversas. Libros eternos ocupando las baldas, y las frases importantes de cada uno en su mente, andamio de vida. Objetos de viajes con la propiedad de hacer volar al lugar y saborearlo durante unos minutos, ocio refrescado en la memoria.
De allí a la cocina, a desenvolver del papel que protege de golpes igual que una madre a su bebé. A quitar a las copas su cáscara de burbujas de aire que evitan choques o los amortiguan, como hace la diplomacia en las negociaciones. A colocar sartenes antiadherentes y cazos tan brillantes como las estrellas.
Más tarde al salón, a desprender de su coraza los objetos más amados para que sean disfrutados en un lugar tan preferente como si fuera la zona VIP de una pista de tenis. Todo manteniendo un equilibrio y guardando la armonía del universo cual caja mágica en la que gozar del día a día.
Mil accesorios en el armario del baño, y a mano lo más crucial. Los toalleros reclaman llenar su vacío. Su estómago también.
Por fin se sienta, exhausta, en el sofá, con un sándwich en una mano y un enorme vaso de agua en la otra. Echa una mirada hacia la terraza y se da cuenta, de repente, de que hace mucho tiempo que se ha ido el sol sin avisar. También es consciente de que ésta es su primera comida del día.
Poco después sonríe, pensando que es ésta es sólo el inicio en su nueva casa y está segura de que la seguirán muchas más.
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