El día que leí Agua viva de Clarice Lispector llovía. El día que recuerdo el rielar sobre sus páginas tengo sed. La sinestesia es caprichosa, las páginas llenas de palabras ajenas se corresponden con una de las siete obras de la misericordia: dar de beber al sediento.
Hoy pienso en su título y cómo este se relaciona con el texto. Cuando una piedra cae en el agua, inmediatamente se forman círculos concéntricos en torno a ella para envolver su rastro, todo el vacío que dejó su descenso, y hallan silencio en su recomposición. La piedra aguarda en el fondo, las ondas se confunden con la vegetación y, pese a sus diferencias, son parte de una misma instantánea. Ciertamente, este comportamiento inherente del agua se repite en los pensamientos. Aquel sentimiento con perspectiva de vacío altera la superficie hasta perderse en tanta plenitud. Agua viva nos habla de esa plasticidad del monólogo interno a través de una yuxtaposición de pensamientos que habitan las fronteras de lo intangible. Los temas viven en un párrafo para diluirse en el siguiente y ser recuperados con una suerte de celeridad azarosa. Al igual que mueren las olas en la orilla, pero sin perder la intensidad con la que nacieron, los ejes temáticos se turnan. La pintura como sustituto de la palabra, en ocasiones limitada; la ficticia conversación que únicamente sirve de ensayo; la materialidad de la obra de arte y su origen; la estancia del uno con el otro; la inconfesable tranquilidad del recuerdo. Lispector repite el mismo planteamiento de un cuadro impresionista que, al alejarse, desvela una misma realidad, el it, y que nace de una necesidad siempre sedienta de instantes.
A riesgo de romper el curso del agua, he tomado varios fragmentos de su anhelo de conversación, de sus advertencias al interlocutor (des)conocido. He recopilado los bocetos de unas palabras que no serán pronunciadas ni escuchadas. “Nunca leerás lo que escribo. Y cuando haya anotado mi secreto de ser lo tiraré como si fuese al mar”. La palabra sin función es aquella que se perdió buscando a su destinatario. Las razones que llevan a negar la comunicación con un interlocutor ensayado redundan en la rabieta de verla irrealizable. “Te escribo como un esbozo antes de pintar”. Cuando el diálogo aparece en calidad de prueba y error, buscando a tientas una verdadera satisfacción con el otro, únicamente puede verse culminado con la reflexión de las palabras. La lectura entre líneas abre en canal un recuerdo muerto buscando las patologías que llevaron a su fallecimiento, guardándose de un diagnóstico de lo espontáneo, pues conduce a una conclusión desacertada. “Quiero escribirte como quien aprende”. Otorgar el acierto, la ingenuidad, incluso el orgullo que trae consigo el proceso del aprendizaje es un acto de entrega absoluta. El deseo de mostrar la debilidad de la inexperiencia guarda en su seno la intención de ser enseñado por alguien y, por supuesto, cosechar una experiencia común. “Y si digo «yo» es porque no me atrevo a decir «tú» o «nosotros» o «uno».”
Agua y palabra son parte de una misma realidad. Se entienden en los otros. Octava obra de la misericordia: escuchar al otro.
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