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Los que pedalean
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Los que pedalean

Actualizado 15/05/2023 07:55
Concha Torres

Acabo de pasar unos días en el Cabo de Gata que es, geográficamente, las antípodas de Salamanca si el mundo se limitara (que menos mal que no) a nuestro mapa de España. En aquel paraíso natural, lleno de acantilados y curvas cerradas por donde hay que circular a treinta por hora, hay innumerables carteles que avisan de la presencia de ciclistas en lo que ellos llaman carretera, que es estrecha, sin mediana y sin arcén; y piden prudencia con ellos. Y una, de por sí ya prudente conduciendo, va despacito detrás de esos ciclistas, que cree la que suscribe que son todos jóvenes treintañeros que se desfondan subiendo y bajando lomas porque ahora se ha puesto de moda ser triatleta y desafiar las leyes del cuerpo humano y de la sabia naturaleza, y llegar casi muerto a unas metas donde al cuerpo le basta con llegar cansado; y aunque alguno hay que se corresponde con lo descrito, la mayoría de los ciclistas del Cabo de Gata son jóvenes de color, y/o de allende el Estrecho. Usan unas bicicletas bastante cochambrosas y van vestidos con una sudadera descolorida que se habrán puesto para abrigarse a las siete de la mañana según salen de casa y de unos pueblos donde habitan malamente, para ir a trabajar a ese mar de plástico almeriense que es como un Mediterráneo blanco sucio que se despliega en el interior y que cada vez se acerca más al Mediterráneo de verdad, que sigue siendo azul.

Serán mayores de edad (o no) pero tienen cara de niños; pedalean con saña porque las cuestas no son de broma y probablemente hayan recogido esas mañanas toneladas de pimientos, berenjenas, tomates, cebollas y calabacines que a mediodía ya van en un camión camino de La Junquera. Me cuentan en aquellos pueblos que salen en los telediarios (El Ejido, Campo Hermoso, Rodalquilar, Carboneras, Agua Amarga) que muchos hacen novillos en los colegios para montarse en la bici camino del mar de plástico y sacarse unos cuartos que, quiero pensar, les hacen falta a sus familias. Familias que viven en poblados que uno llama poblados por darle un aire peliculero a lo que son cuatro uralitas y un retrete adosado, en lugares que ya fueron escenario de “Lawrence de Arabia “ y de varios westerns; y en playas, como la de la foto que ilustra la columna de hoy, por las que hasta Spielberg paseó a Indiana Jones. Allí saben de cine, y han aprendido a separar el decorado de la vida real.

Tienen esos ciclistas los gemelos de hierro y la vista fija en la carretera; no administran esfuerzos en los repechos, no visten mallas con publicidad y no llevan bidones de glucosa ni gafas con visera anti reflectante. Son los que nos facilitan el gazpacho o el pisto que hacemos aquí, en estas latitudes donde el sol no calienta ni para tener un geranio en la ventana ni aunque lo cubramos de ese plástico que allí es paisaje. No se sabe si van o vienen de doblar el espinazo dentro del invernadero, tal es la energía que despliegan y me temo que sin ellos, sin esas pedaladas diarias hasta en chanclas, ni medio salmorejo llegaría a nuestros platos. Como tampoco vivirían esa vejez prolongada los muchos ancianos que cuenta el interior peninsular, que aguantan carros y carretas porque ya aguantaron una guerra y salieron duros, pero sobre todo, porque empujan sus sillas y aparcan sus andarines unas amables señoras tanto o más atléticas que los ciclistas antes nombrados, que los cuidan y les dan charla y compañía a cambio de unos sueldos que comenzaron pagando ropa y comida allende el Atlántico y han llegado a financiar hasta alguna carrera universitaria.

Si algún día, por obra y gracia de las urnas, nos quedamos sin los ciclistas del mar de plástico del levante o sin las paseadoras de mayores en esas muchas plazas de la España vaciada, incomunicada y seca, mejor será que nos preparemos comer hamburguesas a todas horas y despedir a nuestros mayores a la primera fisura de la cabeza del fémur. Los que pedalean y empujan en este nuestro primer mundo son tantas veces los que lo mueven, y aun habrá quien prefiera que se vuelvan al tercero, con tal de aborrecer al que no se nos parece. Y todo esto a partir de una señal de tráfico en una carretera estrecha; a veces las columnas se escriben solas.

Concha Torres

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