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Cruzar sin mirar
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Cruzar sin mirar

Actualizado 27/04/2023 08:15
Tomás González Blázquez

Contra la envidia, caridad, pero me falta cuando veo a alguien cuyo rostro demuestra, sin error posible, que acaba de entrar por primera vez en la Plaza Mayor, que no se había puesto antes delante de la fachada de la Universidad o que al fin se le ha desvelado algún lugar deslumbrante de esta Salamanca nuestra. Me admito envidioso, aunque cruzamos de Concejo a Paulino, o de Toro a Prior, o del reloj al Corrillo, a tal velocidad que raramente reparamos en el asombro ajeno de esas primeras veces. En alguna ocasión más me entretengo en el Patio de Escuelas, fijándome en los que se fijan menos en la rana. Otras, rutinario más que apresurado, cruzo Libreros y no miro. Cruzar sin mirar puede ser peligroso pero traigo hoy la acepción de torpe, descuidado, desagradecido.

Ocho años y tres meses llevo cruzando el puente a diario sobre el embalse de Ricobayo. Punto kilométrico que no recuerdo de la carretera nacional 122. Doscientos veinte metros de viaducto que ya lleva casi veintiocho años uniendo las orillas del río Esla, al norte Alba (y en seguida mi Aliste del alma) y al sur la Tierra del Pan. Un puente que tendrá su gemelo, se supone, cuando por fin haya autovía (¿cuántos accidentes faltan para la inauguración?). Un puente esbelto, rotundo, que deja a un lado la presa de Ricobayo (1935) y al otro la ermita del Cristo de San Esteban y el yacimiento arqueológico. Un puente por el que he cruzado miles de veces (lo de miles no es forma de hablar) y lo he hecho sin mirar. Sin decidirme a seguir ese letrero de fondo marrón en el que se señalan algunos lugares interesantes, pintorescos se leía en las guías antiguamente, donde pone "Mirador del puente".

Fue gracias a la invitación de Esther y su familia que compartí con ellos, apenas un rato pero muy agradable en torno a su surtida mesa, la romería del Cristo que celebró el pueblo de Muelas el reciente Lunes de Pascua. Así fue como pude mirar de verdad aquello por donde cada día cruzo y luego he vuelto con más calma a distinguir en la verdad la novedad y viceversa, ese anhelo tan humano y a menudo tan doloroso. He regresado a reconocer el terreno, a familiarizarme con el entorno, a disfrutar de la paz que brinda un enclave donde confluyen la creadora mano divina que une cielo y tierra y la recreadora acción humana capaz de dominar las aguas (o de hacer del mundo un lacrymarum valle). En soledad siempre acompañada y en silencio nunca total es como he vuelto.

El Lunes de Pascua fue mi estreno y ya siempre me envidiaré a mí mismo por aquel día en que no llegué a sentarme en el banco que da la espalda al puente, donde acaso otros se sientan a mirar sin mirarme cada vez que cruzo yo, una hormiga más entre veiculos longos y matrículas de toda Europa. Sobre las peñas, el banco espera a los que esperan. Sobre las peñas también, el puente apoya sus extremos para que sigamos cruzando por la vida con los ojos bien abiertos, poniendo nombre a los días, despiertos para amar.

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