Cuando aún está reciente la celebración de la Semana Santa, pasan por la mente de los cristianos algunas imágenes sagradas vistas en procesión. Entre todas, las que más encogen nuestro corazón son las del Cristo Crucificado, o Yacente, y las de su Santa Madre. Cada uno guardamos muy dentro aquella que, en un momento determinado, más nos llegó al alma. Para mí, ese momento me llegó en Palencia. Por razón de vecindad, visité un día la iglesia del convento de las Claras. Precioso templo, limpísimo y muy bien conservado –como todo lo que está en manos de monjas-, donde se encuentra expuesto al Santísimo permanentemente, y muy visitado por toda clase de gentes. En este convento situó Zorrilla la trama de su famosa obra Margarita la tornera
De estilo gótico, tiene una modesta fachada que no concuerda con la belleza interior. Me llamó la atención que muchas personas, después de hacer su visita al Santísimo, se acercaban a una capilla situada a los pies de la iglesia y, durante unos minutos, parecían estar rezando ante un cuadro. La curiosidad me llevó allí y debo confesar que me sobrecogió lo que vi: la imagen de un cuerpo yacente que a primera vista más parece un cadáver momificado. El cabello y las uñas de pies y manos aparentan ser de un ser humano. La piel presenta el aspecto de un cuerpo con zonas tumefactas y amoratadas por los golpes. Desde luego, para ser una talla, el autor, aunque de forma rudimentaria, era alguien que dominaba su trabajo.
En estos casos, siempre hay leyendas que llegan a tergiversar la realidad. Aquí también ha sucedido. La versión que más parece acercarse a la realidad habla de una talla del siglo XIV, de origen germánico y llegada a Palencia siguiendo el Camino de Santiago. Al parecer, se trata de un cristo tallado para representar el descendimiento de la cruz, razón por la que tiene una leve articulación de brazos y piernas que le confieren cierto realismo. Ha sufrido varias restauraciones, la última en 2006, en las que se ha variado la posición de los brazos, restaurado las erosiones en la piel y sustituido el pelo artificial por el natural que donaron varias hermanas clarisas.
Este cristo yacente recibe el nombre de Cristo de la Buena Muerte, aunque los palentinos le llaman Cristo de las Claras. Existe una gran devoción que se extiende a personas practicantes, o no tanto, que acuden buscando su amparo. Entre los ilustres visitantes en los que dejó huella, debemos citar a nuestro viejo rector Unamuno y su impresionante poema “Al Cristo Yacente de Santa Clara de Palencia” En lugar preferente de la capilla también pueden leerse unos versos del poema de José María Pemán:
Señor, aunque no merezco
que tu escuches mi quejido;
por la muerte que has sufrido,
escucha lo que te ofrezco
y escucha lo que te pido:
a ofrecerte, Señor, vengo
mi ser, mi vida, mi amor,
mi alegría, mi dolor,
cuanto puedo y cuanto tengo;
cuanto me has dado, Señor.
Y a cambio de esta alma llena
de amor que vengo a ofrecerte,
dame una vida serena
y una muerte sana y buena.
¡Cristo de la Buena Muerte!
Hablando de Palencia es obligado referirse al monumento que la domina desde lo alto: el Cristo del Otero. Nudo de comunicaciones entre la cornisa cantábrica, el noroeste atlántico y todo el sistema central, un otero resguarda la ciudad de Palencia de los fríos aires de la montaña. Es uno de los dos cerros –como si fueran dos ”arapiles palentinos” situados al noroeste de la ciudad- que parecen sus centinelas. Sobre el más alto, el escultor Victorio Macho (1887-1966) erigió un monumento al Sagrado Corazón de Jesús en 1930, siguiendo las influencias culturales de la época. La majestuosa imagen de lo que, a partir de ese momento, recibió el nombre de Cristo del Otero, tiene una altura de 21 metros –el más alto de Europa- y cerca de 400 toneladas de peso. A sus pies se había excavado una ermita dedicada a Santa María del Otero en la que, por su expreso deseo, está enterrado Victorio Macho.
El domingo más próximo al 16 de abril, se celebra la romería de Santo Toribio con subida al cerro del Otero. Según la tradición, el santo de Liébana estuvo predicando a los palentinos para que abandonaran sus escarceos priscilianistas y retornaran al catolicismo. No sólo fracasó en su intento, sino que fue apedreado hasta refugiarse en la ermita. Poco tiempo después, una grave inundación producida por desbordamiento del río Carrión hizo que los palentinos subieran al Cerro del Otero para pedir la intercesión del santo, que no dudó en perdonarlos. Arrepentido de su comportamiento, las autoridades palentinas suben hasta la ermita y desde su balcón “apedrean” con bolsas de pan y queso a todo el pueblo palentino.
En todo el mundo hay famosos -o colosales- monumentos dedicados a Cristo. Imágenes que cuentan con la devoción de sus convecinos y la admiración de miles de visitantes. En Palencia, este hecho está repetido. Si en Salamanca basta con referirse a “la plaza” para saber que estamos hablando de la Plaza Mayor, en Palencia, si hablamos del Cristo, es necesario añadir “de las Claras” o “del Otero”; los dos gozan de igual devoción, igual cariño e igual admiración.
Yo aconsejo a toda persona que visite Palencia por primera vez que, aparte de visitar los extraordinarios monumentos que alberga –Catedral, Iglesias de Nª Sª de la Calle y de San Miguel, Palacio de la Diputación, etc.- no deje de ponerse a los pies de los dos Cristos que velan por ella. No lo olvidarán.
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