En ese contexto fue cuando entré en contacto con mi amistad citada arriba. Él vestía un conjunto en tonos claros, corbata tejida a mano, zapatos impolutos, cabellera abultada. Había pedido permiso en su trabajo para ir a verme.
Casi no he leído nada de Horacio ni de Virgilio. Mi conocimiento de esa literatura se reduce a un año de estudio del latín en México y a otro año de estudio en Salamanca, España, así como a la escucha del murmullo antiguo de la lengua entre los estudiantes y los investigadores de la Universidad de Salamanca y la Universidad Pontificia de Salamanca, allá en la cuna de la lengua española de la tierra de Castilla. Por lo poco, entonces, de mi recuerdo de esa expresión lingüística de las ruinas romanas intentaré referir el caso siguiente apegándome a la benevolencia gratuita de mi auditorio tolerante frente a mi inexperiencia en la materia. Ayer recibí en mi cuenta de correo electrónico el Arte poética de Horacio. Su remitente, como suele resultar habitual en él, me pidió discreción con su identidad. El arte de Horacio se encontraba aparejado de una joyita más de la literatura. Su envío, claro está, aquí lo referimos como un correo electrónico, pero en la realidad no fue así. Él y yo hemos acordado algunos puntos de encuentro en lugares públicos donde me comparte sus aportes literarios. En esos lugares yo los consulto y procuro enriquecerlos con algún material artístico para sostener ese sistema de correspondencia sin ánimo de lucro.
En la edición de Julio Picasso Muñoz del Arte poética de Horacio leemos que el autor latino “no fue ambicioso y prefirió pasar una vida tranquila en el campo. Sus propias obras nos pintan su carácter simple, franco, risueño, bromista y simpático”. Lo vemos, entonces, como un pastor sencillo y rústico, tañendo su instrumento musical en la soledad de los parajes, sentado en una piedra, levantando la vista ya a las nubes, ya a la frondosidad de las arboledas, pronunciando con sus labios serenos esa música medida y esculpida en sus versos inmortales. Sus entrañas se volcaban en una dimensión distinta a la del mundo con sus leyes consumistas y depredadoras. “Las Sátiras y las Epístolas de Horacio están escritas en hexámetros dactílicos, propios de los géneros épico y didáctico. Horacio denominó sermones (conversaciones) a sus Sátiras y Epístolas, es decir que buscó con ellas entretener al lector enseñando algo, moral o literario, pero sin ningún afán sistemático y escolar. Perdido irá quien investigue estructuras, planes, organizaciones y sistemas en estos sermones: son verdaderas charlas, así lo quiso su arte y en esto estriba su valor. La espontaneidad es tan extremada que ni aun podemos estar seguros de para qué […]”. Horacio, como Virgilio, dejó lo de aquí del siglo y optó por lo de allá sin límite de tiempo. Exegi monumentum aere perennius; o sea, algo así como he levantado un monumento poético tan inmortal como la obra de la alquimia.
Garcilaso de la Vega me viene a la mente también. Miguel de Cervantes. No Lope de Vega. Ni mi Jorge Luis Borges. Octavio Paz ha resaltado la cualidad de Garcilaso para decir como nadie lo había dicho antes en español (no así en italiano) las cosas del amor. Estos dos autores, Garcilaso de la Vega y Miguel de Cervantes, conocieron el alma de la vida bucólica o pastoril. Sus composiciones descansan en un ánimo libre de los compromisos del mundo. De otro lado, a su manera, probablemente Jorge Luis Borges hizo lo propio. Yo en la universidad (con universidad aquí me refiero a mis años de licenciatura) iba a la biblioteca en las horas entre clases, o antes del inicio de esas horas de las clases, y leía a Borges en una edición no citada aquí, con una actitud iniciática, recoleta. No estaba sentado ante una obra literaria; no leía un cuento; no visitaba los versos de un poema; no pasaba de derecha a izquierda las hojas de un ensayo; no leía sus novelas nunca escritas; en cambio, aprendía cómo era el mundo. O me hacía de los instrumentos para convertir el mundo en esa obra original destinada a la liturgia de la recreación y el asombro contenida en sus páginas.
En ese contexto fue cuando entré en contacto con mi amistad citada arriba. Él vestía un conjunto en tonos claros, corbata tejida a mano, zapatos impolutos, cabellera abultada. Había pedido permiso en su trabajo para ir a verme. Desde entonces, no hemos perdido el contacto, ni hemos atenuado la comunicación, si bien en cada encuentro ese diálogo se ha revestido de un refinamiento más y más exquisito. Él ha llegado a proporcionarme referencias literarias y no literarias incluso mediante el uso de grafitis señalados en alguna coordenada de Google Earth. Su catálogo de referencias, como no podía ser de otra forma, no responde a una serie de simples hallazgos fortuitos. Su obra tiene la finalidad de construir un legado como el de Horacio, imposible, inescrutable, infinito, puesto en evidencia como una carta ocultada a simple vista, tan obvio como el mundo en el aquí y el ahora. Por ahora, solo nos referiremos a él como otro bibliófilo.
En esta ocasión su volumen de Horacio venía acompañado de otra publicación rara y curiosa. Se trataba de una revista impresa en México en la década de los setenta. Entre otros poemas de autores asiáticos, había uno sin firma ni ilustración. Solo contenía cuatro o cinco versos, me parece. Y hablaba sobre un lago en Guatemala. A bordo de una lancha, el poeta se acercaba a un volcán en ese país de Centroamérica y caía en la cuenta de la vida de esa estructura geológica. Sus ojos se llenaban de asombro al contemplar la cercanía entre el volcán y él. De una manera clara entendía la semejanza entre todos los elementos de la existencia más allá de las categorías habituales establecidas por el orden racional del pensamiento. Ese poema estaba en la página 32, con un subrayado similar al subrayado de la portada en la fecha de publicación de los años setenta. Uniendo esas cifras supe a qué registro de un catálogo habitual en nuestras conversaciones debía remitirme. En esa nueva publicación, encontré otro poema más sin firma. No lo recuerdo al pie de la letra. Mentiría si lo intentara citar aquí. Pero no puedo olvidar cómo hablaba sobre el sentido clásico del orden y la moderación en el arte. La estética latina en la poesía tiene su asiento en la proporción y lo conocido. No va más allá en busca de nada de las cosas comunes en nuestro siglo veintiuno de la era sin límites. Se atiene a su medida y no se sale de ahí. “Ensayo cada día mi escritura / dejando en la hoja unas palabras / tachadas y borradas y pulidas, / sabiendo que conviene demorarme / en esto que no muestro a la vista, / guardándolo en mi mesa de trabajo, / fingiendo que carece de importancia.”
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