En mi estantería hay libros de todos los tamaños. El diccionario de términos artísticos capitanea una selección de libros que comparten el azar y la necesidad. Muchos llegaron a mí con la espontaneidad con la que te ciega el sol un día de nubes transitorias. No lo esperas y te acaba deslumbrando.
El libro más pequeño de mi estantería es un poemario de tapas blandas y amarillas. Algo ajado y de segunda mano. Quizá tercera. También es el más delgado. Un libro que yo llamo “de descanso”. Las esquinas han perdido su vitalidad, pero las hojas continúan luciendo un tenue tono ambarino. Las tapas lucen algún resto adhesivo de antiguas etiquetas que he retirado como el que quiere monumentalizar un edificio falseando su historia. El libro goza de buena salud física, sus palabras entintadas también.
Impreso en 1988 y leído en dos días de 2023. La inevitable contemporaneidad de los sentimientos. Elvira Levy escribía en Crónica de una ausencia: “Se dicen muchas invertebradas cosas sin querer o deseando estar un segundo más en los labios”. El ejercicio de hablar te recuerda la fragilidad de lo pronunciable, tiene la posibilidad de morir. En este libro se trata la estable presencia de la carencia y su influencia en distintos ámbitos. La palabra “ausencia” previsiblemente yace maltrecha en la mayoría de los poemas. Si falta, se la escucha transitar. La necesidad del otro es, por tanto, constante. Pero no se refiere puramente a lo tangible de un encuentro fortuito, sino a lo común de imaginar la última despedida. “Te fuiste y mi costado se mutiló”. Ahondar en las fórmulas del adiós, en la multiplicidad nominal que lo envuelve, es tratar cara a cara con la ausencia. Decir adiós y la valentía que conlleva. Y sin embargo es evitar la ausencia refugiándose en un recuerdo. Cuando escribo esto, acabo de terminar de leer unas palabras que recordaré. Recordar puede ser perder. “No quise ultrajar la ceremonia. Era el penúltimo acto de la historia”. Ese carácter contemplativo, el misticismo que entraña la falta, forma parte de una cultura basada en la posibilidad de traer a la memoria repetidas veces. Puedes mirar una foto como un santo penitente al crucifijo, pero ello no solventará nada. Aquello hay que dejar que oriente. Me llama la atención cómo el tiempo se confunde cuando extrañas unos días. El tiempo, los colores, los sustantivos, todo se amalgama en una ficticia claridad: “el tiempo fue una rara mezcla de duendes, estancias sin color, lluvia/ausencias”. Los lugares se mecen alterados por el sentimiento. Y la ciudad en la que vives se vuelve irreal e inesperada en unos versos de una poeta argentina: “El Tormes pasea desconsolado”. Simplemente falta.
Los versos los he visto entremezclados con momentos de estudio, por ello considero que es un libro de descanso. Tras unos meses de interrupción en los que principalmente leía para clase hoy vuelvo a la ausencia. Y pienso en las palabras de Levy como el que recuerda una frase que le dijeron de pequeño.
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