Uno de los hechos más graves a los que todos estamos asistiendo, de modo impasible y como si no fuera con nosotros es el de la muerte de las culturas campesinas, tal y como se fueran configurando, desde la baja edad media y a lo largo de los tiempos modernos, hasta hoy mismo, tanto en España y Portugal como en el resto de Europa.
El narrador británico John Berger, en un texto que titula “Epílogo histórico”, que sitúa al final de su estupenda novela Puerca tierra, realiza uno de los análisis más lúcidos, al tiempo que más conmovedores, sobre el mundo campesino y su significación.
Uno de sus párrafos es estremecedores: “Todavía hoy se puede decir que los campesinos componen la mayor parte de los habitantes del globo. Pero este hecho oculta otro más importante. Por primera vez en la historia se plantea la posibilidad de que esa clase de supervivientes pueda dejar de existir. Puede que dentro de un siglo los campesinos hayan desaparecido. En la Europa Occidental, si los planes salen conforme fueron previstos por los economistas, en veinticinco años no quedarán campesinos.”
No solo están agonizando las culturas campesinas, sino que los propios campesinos, tal y como los hemos conocido, a lo largo de siglos y hasta hoy, pueden dejar de existir. Con tales pérdidas, el mundo, nosotros, nos quedamos sin uno de los patrimonios, humanos y culturales, decisivos en nuestra historia y en nuestra identidad como seres humanos.
Estos pasados 12 y 13 de abril, se acaba de celebrar en la Universidad de León un seminario interuniversitario de patrimonio cultural, en torno al mundo campesino, titulado “Mundo rural. Tradición oral, palabra literaria y paisaje”, organizado por la Red Internacional de Universidades Lectoras, con la participación, en este caso, de las universidades de Extremadura, León, Salamanca, Oviedo y Valladolid.
Tuvimos la fortuna de que se nos invitara a pronunciar la conferencia inaugural, que titulamos “Veladas campesinas vecinales de invierno en el ámbito leonés”, esas reuniones vecinales durante el tiempo invernal, en las que, en el ámbito de las cocinas y con el pretexto de hilar, desgranar judías y realizar otras diversas labores, mujeres y hombres de todas las edades convivían y, al tiempo que realizaban las labores indicadas, cantaban, narraban, transmitían de unas generaciones a otras las diversas tradiciones orales, rezaban (el rosario, o realizaban las lecturas piadosas de las vidas de los santos), bailaban (mozos y mozas, algo que veía con malos ojos la autoridad eclesiástica) y, en definitiva, convivían.
Tales veladas están documentadas por fuentes literarias (desde el Marqués de Santillana, pasando por Jovellanos y llegando, por ejemplo, a la novela costumbrista), filológicas, de derecho consuetudinario (y, aquí, estarían los regeneracionistas), etnográficas y se hallan presentes también en diccionarios del pasado.
Reciben diversos nombres, como los de: hila, hilorio, filandar, filandón (el más difundido en León), esfoyaza (en Asturias), serano (en áreas salmantinas, zamoranas y nor-extremeñas) y algunos otros.
Se celebraban a lo largo del dilatadísimo tiempo del frío y de la estación invernal; en algunos lugares, comenzaban por San Bartolomé; por San Miguel, en otros; por los Santos, en no pocos; y se extendían hasta la llegada de la primavera: San José era una de las fechas de su finalización. Aunque los seranos también se realizaban en las noches veraniegas de buen tiempo en las calles, sentadas las gentes en los poyos ante sus casas.
Se trata, en todo caso, de una manifestación de esas culturas campesinas que, en nuestros días, están desgraciadamente muriendo, sin que nos importe demasiado.
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