Creer en el resucitado es creer que él no está en el sepulcro, ni en la muerte, ni en el sitio de la muerte, sino en la vida y en todo lo que dice relación con ella. Creer en el resucitado es permitir que, en cada amanecer, ocurra una resurrección inmensa, donde, sin dejar de ser uno mismo se encuentra como nuevo, con ganas de vivir, mejorar la propia vida y la de los demás. Es entonces cuando vemos brotar la esperanza y aprendemos a aceptar todas nuestras limitaciones como las de los demás. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido, buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos, si no donde está vivo: en la Palabra, en medio de la comunidad, en los pobres... Al que vive hay que buscarlo donde hay vida. Y a esto estamos llamados, a ser sembradores, pues desde que nacemos tenemos una semilla de resurrección y eternidad.
La resurrección da sentido a todo, a la cruz, a la muerte; es la razón de todo y es el término de todo. La vida de Cristo no termina en Viernes Santo, sino en Domingo de Gloria. De igual forma la vida del cristiano, aunque esté marcada por y con la cruz, va a terminar no en la muerte, sino en la vida. Los ojos del cristiano, no sólo tienen que mirar a la Dolorosa o al Crucificado, sino al Resucitado. La gran prueba de que Cristo ha resucitado es que está vivo en el corazón de los cristianos y es causa de alegría, gozo y esperanza. Todo en la Pascua se reduce y se expresa en una palabra: “Aleluya”. Este es el grito de todos los creyentes, conscientes de la certeza del triunfo de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado. No será el ars amandi: sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual (Bonhöeffer).
Cristo ha resucitado, así lo creen millones de personas. No necesitan pruebas, porque la gran prueba definitiva de que Cristo ha resucitado es la transformación de aquel grupo de pescadores ignorantes y atemorizados, cuyo líder ha sido ejecutado a las puertas de Jerusalén, la confluencia de sus testimonios. Jesús ahora atraviesa paredes, está y no está, despierta la duda o inflama el corazón (M. Lamet).
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