En la España en la que crecí, los pisos (porque todos vivíamos en pisos) no se clasificaban en metros cuadrados sino en número de habitaciones, siendo estas la mitad exacta del número de miembros familiares; se daba por hecho que los hermanos compartían cuarto incluso de tres en tres si era necesario, y si la división salía con resto porque la prole era impar, el que sobraba compartía habitación con el abuelo o abuela de turno. Aquello nos convirtió en seres gregarios, deseosos de apechugarnos todos en el mismo sofá y desprovistos de intimidad, porque para las madres de entonces una puerta cerrada no significaba nada. La intimidad ni siquiera formaba parte de nuestro vocabulario; era algo que, paradójicamente, solo se lograba en lugares como los cementerios y los descampados, que tanto servían estos últimos para debutar en las cosas del querer como en otras cosas peores. España no era entonces un mar de grúas y hormigoneras y los descampados tenían una función social.
A la altura de este meridiano que habito, la intimidad es, sin embargo, un preciado bien que se protege con armas y dientes. Figúrense si es sacrosanta en mi país de acogida, que hasta tuvieron que cambiar la ley para permitir registros en las viviendas a partir de las nueve de la noche después de que, por no hacerlo, se les escapara uno de los terroristas del atentado de París. Bromas aparte, los nórdicos tienen un sentido religioso de la intimidad y del espacio ajeno que a los españoles crecidos en el dormitorio con literas y las colas para usar el baño no deja de sorprendernos. Invadir ese lugar sagrado que no es iglesia sino propiedad privada a según qué horas, presentarse en una casa a la que no has sido invitado sin avisar o llamar al teléfono fijo (el móvil escapa a todas las reglas del buen vivir) son actos que hay que medir y sopesar antes de acometerlos. Y antes de que todos fuéramos carne de cañón de ese inmenso escaparate que son las redes sociales, de los Pirineos hacia el norte ya tenían muy claro que harían falta decenas de leyes y decretos para proteger la intimidad, aunque cada vez que hacemos un trámite o llamamos a una instancia pública nos tengamos que tragar un rollo de advertencia sobre nuestro derecho a que nadie sepa nada de nosotros, o lo mínimo necesario. Por ponerles un ejemplo que todos ustedes entiendan, por estas tierras las revistas del corazón no se comen una rosca y reyes, reinas y primeros ministros se pasean por las calles y compran en las tiendas (véase una columna mía de hace un par de meses “La reina y yo”) sin que las masas les pidan un selfi, porque se considera que hasta ellos tienen derecho a esa bendita intimidad y a que nadie se entrometa en sus vidas cuando no llevan puesto el traje de reyes o ministros.
Y a todas estas cosas andaba yo dándole vueltas la semana pasada paseando por La Haya, una ciudad donde, como en todas las ciudades holandesas, las casas no tiene cortinas ni visillos y sus habitantes viven de cara al público; público que no se interesa por lo que ocurre dentro de las casas ni por sus decoraciones, que están a la vista de todos, tanto de futuros ladrones como de paseantes honrados como una servidora. Y a la vez leía una estupenda novela llamada “Intimidades” (de Katie Kitamura, Ed. Sexto Piso) que se desarrolla allí precisamente: no hay nada como leerse un libro en la ciudad donde ocurre y donde la protagonista, que se gana la vida como una misma, no acaba de saber si la intimidad la necesita o le duele, si ha ido a Europa (es norteamericana) buscándola o huyendo de ella. Doy las gracias a mi vecina de columna, Charo Alonso, por el oportuno regalo del libro y sigo dándole vueltas a esto de la intimidad, sin discernir si es necesaria o está sobrevalorada; sin saber cuanta es poca o mucha y cuando es demasiada; cuando es cuento o excusa y cuando es obligada; sin haber tenido una habitación propia (una de verdad, no la de Virginia Woolf) para disfrutarla y seguir sin tenerla a día de hoy. Los hijos de la España de las literas y las terrazas de aluminio visto convertidas en dormitorio tenemos ese punto flaco: que de las intimidades creemos saberlo todo y todo nos lo contamos, y de la intimidad (en singular) no tenemos ni idea.
Concha Torres
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