Imagino una fiesta que no necesita ninguna invitación para entrar, porque todas las personas están invitadas. No se exige etiqueta y cada una viste como quiere y puede.
Imagino que las mesas son redondas para que no haya presidencia y el protocolo es estricto: se sientan cerca del anfitrión los más pobres, los más desarrapados, los que sufren, los que tienen enfermedades incurables, las que tienen algún tipo de discapacidad, los perseguidos por sus ideas, las víctimas de violencia de cualquier tipo, los que se sienten solos, las que nunca cuentan para nadie, hasta los más feos.
Imagino que en esa fiesta los cargos no tienen importancia, sólo el corazón. Al entrar, te miran las manos para ver si acarician, ayudan o sirven. No se permiten en esa fiesta coronas, laureles, mitras, anillos ni insignias o distintivos de graduación. Los méritos que le gustan al anfitrión son las veces que has amado, que has perdonado, o que has hecho algo por alguien, además de ver si la capacidad que tienes para disfrutar de las cosas de cada día.
Imagino que nadie te pide el carnet de identidad, de cómo amas y a quién, de si eres de izquierdas o derechas, ecologista o taurino, del Barsa o del Madrid. Allí no te piden carnets o curriculums. Ni siquiera te preguntan si crees o creíste, si eres ateo o agnóstico. No se pide documentación sobre nombramientos o jefaturas, tan sólo te piden querer disfrutar de la fiesta.
Imagino que el vino es muy bueno y no se acaba nunca. Hay barra libre desde el principio. El que va a la fiesta y no baila ni disfruta, ni canta, ni se ríe, es invitado a salir de la misma a una sala que pone: “Aburridos, grises y tóxicos”. Y allí están el tiempo que quieren hasta que deciden volver a la fiesta, o no.
Imagino que en esa fiesta las personas se miran a los ojos y se descubren dones y capacidades. Las personas se acogen y se respetan, y no se ven como enemigos. No hay miedo a ser como uno es, porque allí nadie es juez, ni fiscal. No hay inquisición, no hay censura.
Imagino que nadie necesita parecer distinto a como es. Allí no se necesita aparentar, ni posturear. Cualquiera que va a esa fiesta no necesita likes ni amigos de redes, porque allí se hacen amigos de los de carne y hueso, de los reales.
Imagino que los tiranos, explotadores, salvapatrias, abusadores y jerarcas son los encargados de lavar la vajilla y limpiar el lugar para la próxima fiesta. Los que silencian a los anteriores les ayudan a barrer y fregar el suelo. Y los que los justifican con argumentos políticos, éticos o religiosos van reciclando los residuos, porque en esa fiesta se ayuda a cuidar el medio ambiente.
Esto lo imagino yo, que soy muy dado a dejar que mi cabeza vuele por donde quiera. Otros y otras ya imaginaron algo parecido como John Lennon, Luther King o nuestro José Luis Perales. Pero antes que ellos, ya imaginó cosas parecidas, acorde a sus tiempos, un tal Jesús de Nazareth… ¿o en realidad no lo imaginó, sino que afirmó que esta utopía ya estaba entre nosotros y que era posible?
¿Es posible que si existe Dios ame a los seres humanos con tanta radicalidad? ¿Es posible un mundo distinto? ¿Es posible que Dios sea ese anfitrión, y que yo esté invitado a una fiesta así?
Por imaginar que no quede. A veces creo que imaginar es anticipar un deseo…
y si quiero conseguir un deseo, me tengo que poner manos a la obra.
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