"Desde siempre, las mariposas, las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus rios. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua. No son libres, en cambio, los caminos del éxodo" (Eduardo Galeano)
¡Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de emigración en su árbol genealógico...! Así como en la fábula del lobo malo que acusaba al inocente cordero de enturbiar el agua del arroyo de donde ambos bebían, si tú no emigraste, emigró tu padre, y si tu padre no necesitó mudar de sitio fue porque tu abuelo, antes, no tuvo otro remedio que ir, cargando la vida sobre la espalda, en busca de la comida que su propia tierra le negaba.
Muchos portugueses (¿y cuántos españoles?) murieron ahogados en el río Bidasoa cuando, noche oscura, intentaban alcanzar a nado la otra orilla, donde se decía que el paraíso de Francia comenzaba. Centenas de millares de portugueses (¿y cuántos españoles?) tuvieron que adentrarse en la llamada culta y civilizada Europa de allá de los Pirineos, en condiciones de trabajo infame y salarios indignos. Los que consiguieron soportar las violencias de siempre y las nuevas privaciones, los supervivientes, desorientados en medio de sociedades que los despreciaban y humillaban, perdidos en idiomas que no podían entender, fueron poco a poco construyendo, con renuncias y sacrificios casi heroicos, moneda a moneda, céntimo a céntimo, el futuro de sus descendientes.
Algunos de esos hombres, algunas de esas mujeres no perdieron ni quisieron perder la memoria del tiempo en que padecieron todos los vejámenes del trabajo mal pagado y todas las amarguras del aislamiento social. Gracias sinceras les sean dadas por haber sido capaces de preservar el respeto que debían a su pasado. Otros muchos, la mayoría, cortaron los puentes que los unían a aquellas horas sombrías, se avergonzaron de haber sido ignorantes, pobres, a veces miserables, se comportaron como si la vida decente, para ellos, sólo hubiera comenzado verdaderamente y por fin el día felicísimo en que pudieron comprar su propio automóvil. Esos son los que estarán siempre dispuestos a tratar con idéntica crueldad e idéntico desprecio a los emigrantes que atraviesan ese otro Bidasoa más largo y más hondo que es el Estrecho de Gibraltar, donde los ahogados abundan y sirven de pasto a los peces, si la marea y el viento no prefirieron empujarlos a la playa, hasta que la guardia civil aparezca y se los lleve.
A los supervivientes de los nuevos naufragios, a los que pusieron pie en tierra y no fueron expulsados, les espera el eterno calvario de la explotación, de la intolerancia, del racismo, del odio a la piel, de la sospecha, del envilecimiento moral. Aquel que antes fue explotado y perdió la memoria de haberlo sido, acabará explotando a otro. Aquel que antes fue despreciado y finge haberlo olvidado, refinará su propia capacidad de despreciar. Aquel a quien ayer humillaron, humillará hoy con más rencor. Y helos aquí, todos juntos, tirándole piedras a quien llega hasta esta orilla del Bidasoa, como si ellos nunca hubieran emigrado, o los padres, o los abuelos, como si nunca hubieran sufrido de hambre y desesperación, de angustia y de miedo. En verdad, en verdad os digo, hay ciertas maneras de ser feliz que son simplemente…odiosas.
La llegada de emigrantes mayoritariamente españoles y portugueses a las estaciones centroeuropeas era un espectáculo al que no se puede asistir indiferente. Sea de modo individual o en pequeños grupos, sea en expediciones, la sensación que producían los hombres de aspecto campesino, con equipajes voluminosos, muchas veces con pintorescas provisiones alimenticias, en una mezcla de indefensión y fatalismo, de seguir el destino. La mano de obra a la búsqueda del amo.
Y allí estaban, alguna vez las asistencias sociales se esforzaban en repartir una sonrisa, una somera información, una taza de café caliente. Otras, las más, el desconcierto más total sumado al desconocimiento del idioma, funcionarios que les interrogan severamente, aduaneros que les confiscan embutidos y licores, revisiones médicas, papeles que se les piden y no tienen, o no saben si tienen y cuáles son. De la estación se pasaba a las empresas, si es que el centro de trabajo se ha comprometido a suministrar alojamiento. Si es este el caso, la impresión que recibía el recién llegado emigrante no es mejor que la de la estación. Lo más probable es que fuera a parar a una residencia en una vieja casa, a barracones de aire provisional, pero que fueron construidos hace bastantes años, o, en el mejor de los casos, a residencias de aire espartano. La precariedad, el hacinamiento, la falta de confort y de calor humano suelen ser características definitorias de los atributos de tales viviendas. Una vez instalado allí -y tras las amargas reflexiones que indefectiblemente debía provocar el verse embarcado en esa aventura-, ya estaba dispuesto para a lo sumo veinticuatro horas más tarde, ponerse a trabajar.
El éxodo la emigración y anteriormente el exilio ha sido puramente un mercado salvaje entre dos tipos de economías capitalistas que intentan salir a flote, la una echando gente, y, la otra, cogiéndola, sin tener nada más en cuenta que esa venta, ese intercambio de gente. Constituía una compra y venta de un país a otro, no teniendo en cuenta en absoluto que se trataba de personas, de trabajadores, sino que lo único que interesaba es que el capital tiene que obtener el máximo beneficio y la máxima garantía. En España dieron una solución fácil fomentando la emigración y nos exportaron.
Es complejo conocer el volumen de la emigración irregular ya que hasta los años 60 no hubo ningún registro detallado de las salidas y entradas de españoles a Europa. Al sumar los datos oficiales con los de los países receptores, se demuestra que de 1960 a 1969, la tasa media de salidas sin contrato era del 51,5% de los emigrantes, cifra que no controlaba la administración española. Además, la cantidad de emigrantes registrada por España era sensiblemente inferior a la que ofrecían los Estados de acogida.
A pesar de todo, la mayoría de los que salieron consiguieron su objetivo: ahorraron y enviaron unas divisas a España fundamentales para el desarrollo económico español. Sin embargo, este enorme esfuerzo ha pasado desapercibido en España, donde se tiene una visión estereotipada y casi folclórica del emigrante, ni se le ha dedicado la atención ni el cariño que hubiera merecido. No lo hicieron allí. Tampoco lo hemos hecho aquí.
Fermín González, salamancartvaldia.es, blog taurinerias
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